Un día en El Celler de Can Roca

Forbes 70/ Febrero 2020

Tres piedras sobre el mantel blanco de lino. Tres Rocas. Cinco horas en El Celler de Can Roca, a 150 metros de Can Roca, la casa de comidas donde los padres de Joan (55), Josep Pitu (52) y Jordi (42) dieron de comer mañana y noche durante siete días a la semana. “Ahora ‘solo’ dan de comer de lunes a viernes al mediodía”, me cuenta el maître que atiende mi mesa. “250 personas cada día, siempre lleno. Hay un menú de 12 euros”. Me apunto no dejar de visitarlo; la combinación de placer, valor y precio solo la confunde el necio.

“Desde los 14 años recuerdo ayudar en la casa de comidas”, me cuenta Joan, hablando bajito, tan atento, profundamente humilde, entre despedida y despedida a los comensales que un día más han llenado el local. Hoy viernes (10 de enero) es el segundo día de apertura tras unos días de vacaciones. “A mí ayudar en casa me parecía que era lo normal”, asegura.

Los Roca, en esta Girona presente a diario en las páginas políticas, son un caso extraordinario de constancia. El buen comer no distingue si el lazo es amarillo o no.
He tenido el honor de editar Raíces, su último libro, dedicado a honrar a los proveedores de El Celler, escrito por el periodista gastronómico Ignacio Medina, con fotografías del cocinero y zascandil Sacha. El libro ocupa ya la librería que preside el camino hacia la bodega donde en El Celler se venden todos los libros que han firmado. Planeta, Debate y ahora… Spainmedia Books, las grandes editoras trabajan con ellos. A pocos metros los baños, a los que uno acude sí o sí con frecuencia si uno se da el homenaje de encargar un menú degustación y se deja “conducir” por el hedonismo del gusto, la vista y el olfato en El Celler. En el baño, esencias en tarro de la perfumería Santa María Novella embriagan las narices y el jabón de Aesop, la marca del momento, te lava las manos. Estos Roca están en todo.

“Ya están a punto. A ver qué hacemos con ellos”, dice Joan a Pitu. Han plantado más de mil calçots y hay que pensar como darles salida. “Claro, nosotros no podemos servirlos así a la brasa. Algo pensaremos”, me dice. “Les hemos hecho ya todo tipo de perrerías otros años. Los hemos liofilizado, yo que sé… en fin, veremos”. Los Roca están muy presentes fuera del restaurante. Acaban de renovar con BBVA su contrato de representación por tres años más. Peio Belausteguigoitia es su nuevo responsable de España, que está contento, y ellos también. Joan viajará a Madrid Fusión, ahora propiedad de Vocento, el lunes. “Intentaré estar lo que hay que estar, que yo tengo que estar aquí en El Celler”.

Comer en El Celler es una zambullida cosmopolita y un tour de force de ingenio y creatividad. El banquete está lleno de guiños: un mapa mundi de aperitivos en el que si sabes distinguir la diferencia entre el bocado del Japón y del Perú, se abre la esfera terrestre y tienes otro snack sorpresa (en este caso de Singapur); un tributo al papel con un bar troquelado con fotos retro de los hermanos llamado Memoria de un bar a las afueras de Girona. Por cierto, los Roca –y aquí va la noticia– preparan un bar de tapas en la ciudad de los ríos Ter, Güell, Galligants y Oñar.

Una araña mecánica deambula por el pasillo que rodea la decena de abedules. “Es el carro de los petis (los petit fours), que le llamamos la araña”. El comensal sonríe al verlo porque cuando el hedonismo saluda al sentido del humor, la inteligencia y las tripas se enamoran. Un olivo bonsái, un clásico de la casa, con cuatro falsas “aceitunas” colgando, una de helado y otras de tempura. ¿Cual cogerías primero? Yo elegí la tempura. Un plato de cromatismos naranjas servido con un vino naranja (Cueva by Mariano. Orange 18. Valencia), con las glicinias, aún desnudas, como testigo. La sagrada gamba de Palamós con la que cuentan que uno lloró al saborearla.
Y así podría describirse, casi sin parar, un menú de cinco horas sin quedarse a los orujos y los puros, donde se podría empalmar comida con cena y, digo yo, que al final, por muy educados que los Roca fuesen, acabarían por señalarle el camino de la cama.

La sala es plurilingüe, y entre descorche y descorche el oído escucha presentar el mismo plato que te vas a comer en italiano, catalán, inglés o que sé yo. A veces ni en la lengua con la que te destetó tu madre comprendes lo que estás zampando, y la experiencia se convierte en una clase de términos que yo me apunté para irme educando: “Velouté”, “petricor”, “arhuacos”, “genciana”, “chirivía”, “tupinambo”… Vengan a clase señores, que los maestros se apellidan todos igual: Roca, como los Stones.

Y qué decir de los panes: un banquete en miniatura en el que uno podría quedarse a disfrutar con excesos de una jornada de anchoas de La Escala. Si uno, cronista borrachín, se entrega a que le den de beber lo que proponga Pitu, puede perder la consciencia y también la voluntad. Yo, para demostrar mis orígenes humildes, pedí que no fuesen retirando las copas y al final del banquete había tantas sobre la mesa que si la Dirección General de Tráfico hubiese tirado una fotografía, habría necesitado puntos de Girona
a Macondo.

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