El bar

Tapas 53 / Mayo 2020

Cuando salgamos. Saldremos.
¿A dónde? A los bares.
Cada uno lleva en el corazón un bar. Yo, que nunca fui muy de bares, tengo también los míos. Fui campeón del Pac-Man (llegué a hacer con los ojos cerrados doce pantallas) en El sotanilla. ¿Por qué allí? Porque abría los domingos por la tarde, porque estaba cerca del colegio y porque ni había curas, ni tampoco padres …

El bar era un lugar seguro. ¿Para qué? Para echarse un cigarrillo, esperar a los colegas y fundir un montón de monedas de venticinco pesetas hasta que uno llegaba a hacerse con los ojos cerrados las doce-¿o eran trece?­pantallas. Eso sí, a las catorce o las quince los fantasmas te llevaban al agujero. Había otro al que llamábamos El guarro, en la esquina, con su máquina de pinball; y, ya con bar bita y en los Austrias, otros tantos.

El bar, al que le cantaba Jaime Urrutia -que ahora es vecino del bareto ese con el que comienzo la carta-, era la excusa, para no estar en el banco y que se helasen los pies, porque allí los yanquis no venían a hacer el zombi … qué sé yo. Eso sí, entrabas todo ‘perfumao’ y salías con la puta musiquita esa de la máquina de lotería que sonaba y sonaba hasta que algún abuelete ludópata o un borrachuzo, de esos que en los bares tenían su casa y en su casa el bar, echaba una moneda.

Saldremos a esos sitios, y a otros, para contagiarnos de amigos, que de los otros contagios ya estamos hasta los mismísmos.


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