Sobre las bolsas de lujo

Tapas 91

Todas las familias felices se parecen (…)”, así comienza Ana Karenina. Todas las ciudades occidentales, también. Las tiendas de lujo se agrupan en tres o cuatro calles, y dibujan un gueto donde la jerarquía de la marca domina el territorio. El comprador entiende ese código y sabe que al lado de Chanel encontrará la tienda naranja de Hermes, y que no muy lejos andará la de Loro Piana o de Dolce Gabbana; y que, aunque Balenciaga tiene muchas papeletas para ascender a primera, sus hermanas mayores no la dejarán pasar todavía, y tendrá que conformarse con las calles adyacentes. Es la ley de la marca. Sea cual sea la ciudad.

Caminar por estos barrios rojos del consumo de lujo, ya sea en Londres, Nueva York, en Paseo de Gracia o en la calle Ortega y Gasset, es muy parecido. En todas se produce el mismo fenómeno: el vendedor sabe que pasear su bolsa, lentamente, masajea la vanidad y proporciona una experiencia de distinción para el que la lleva. Las grandes marcas de lujo del mundo saben y gestionan con precisión de cirujano que pasear la bolsa alarga la experiencia de la compra en la boutique y provoca en los demás viandantes una envidia, insana, rabiosa… corrosiva.

Soy de los que guardo en casa tres tipos de bolsas: las de plástico, de las que no consigo librarme y con las que he desarrollado una impecable técnica de almacenamiento a medio camino entre el nudo gordiano y el remolino de rio; el tote bag, la bolsa de promoción (mi favorita son las de Subterfuge y las de Monocle) que ha sustituido a las camisetas como soporte promocional.; y la bolsa de lujo, la parda de Vuitton, la naranja de Hermes, la blanca de Chanel… ¿Por qué las guardo?, porque me ayudan a vestirme, me definen, y me gusta pasearlas. Han pasado ya 20 años desde el nacimiento de Net-A-Porter y el fenómeno se mantiene vivo, pasear una bolsa de lujo, aunque hayas comprado el producto más barato de la tienda, te hace sentirte como si subieses de clase social.

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