María Jesús Marhuenda Irastorza (1968/2022), conocida como Mar de Marchis, apodada en las redes ‘La Bola’, falleció el pasado viernes en Mallorca por una neumonía, y nos enteramos tras un mensaje en twitter de Ángel L. Fernández (@imparsifal). “Después de un año muy difícil, mi amiga y socia Mar ha fallecido. Descansa con otros calamares en las profundidades oceánicas”.
Alrededor de Mar siempre hubo más de un misterio. Consiguió el reconocimiento de un ejército de colaboradores y fotógrafos, muchos de ellos sin un sitio donde publicar aún, con una revista de textos largos, fotos en blanco y negro, muchas muchas páginas y una profunda libertad de temas. La herramienta fue una revista llamada Jot Down, con presupuesto diminuto y ella siempre en la sombra, hiperactiva en el whatsapp y el teléfono, pero oculta para casi todos.
Mar me escribió por primera vez un primer email en 2010. “Quiero lanzar una revista y me gustaría que fueses tú quien me ayudara”. Por supuesto que contesté, llevaba ya tres años editando y dirigiendo Esquire, ganaba algo de dinero, y me vi reflejado en ese correo que yo mismo podría haberle enviado a otros. Llamé a Mar, escuché su propuesta, entonces tan sólo hilvanada, y decidí ayudar, pero no invertir. No podía hacerlo, me hallaba inmerso en la preparación del lanzamiento de Harper’s Bazaar -el gran rival de un Vogue cuya facturación rozaba los 40 millones de euros en España. Si mi visión de Esquire funcionaba en un mercado tan pequeño con el masculino, aplicarla a Bazaar tenía lógica. Y acerté en mi previsión.
Mar refunfuño mi propuesta y creo recordar que llegó a decirme, ya por teléfono, que me arrepentiría de no invertir en la revista. Entonces aún no se llamaba Jot Down o al menos nunca me dijo el nombre. ¿Me arrepentí? Sí y no. Un editor siempre se arrepiente de no zambullirse en la disrupción, pero esa revista no era para mí. Era su revista. Jot Down volvería a cruzarse en mi vida de editor varias veces.
Ya con la revista en el quiosco -tardó casi dos años en echar raíces profundas- Mar empezó a llamarme. Siempre a deshoras. “Andrés, ¿qué tengo que hacer para hacer portadas como las tuyas?” Así con la primera en directa. Su manera de hablarme era como si nos conociésemos de toda la vida, una familiaridad que se tomaba ella sin preguntar. Le expliqué cómo hacía yo y esa llamada volvió a repetirse con más frecuencia de lo habitual. “Andrés estoy delante del ordenador y no sé que foto coger para la portada de este mes. ¿Qué hago?” “Coño Mar, cómo te voy a ayudar si no sé qué temas llevas”, respondí. “Eso da igual”. “Si quieres envíame una dirección con las fotos y te doy alguna idea”. Y de pronto, como siempre, disparaba nube de tinta para esfumarse. “Déjalo, además no tengo dinero para pagar la foto, es por sí me podías ayudar. Me gustan mucho tus portadas. Adiós”. Un cierto chantaje emocional en forma de …”no ves que lo estoy pasando mal, como se te ocurre no solucionarme ipso facto lo que me pasa”. Estupefacción, una vez más en mi lado del teléfono.
Pasaron los años y seguí editando. Supe de ella por mi amigo Mikel Urmeneta. No recuerdo bien sus palabras, pero fueron cariñosas, algo así como…”¿Conoces a esta elementa?”. La revista ya iba calando entre una nueva generación de colaboradores a los que Mar abrió las puertas por primera vez con entrevistas profundas y textos largos. Y recibí otro whatsApp. “Me gustaría entrevistarte”. Vaya, qué honor. “¿Qué te parece que te entreviste Marta Fernández?”, presentadora y pynchoniana (fan de Thomas Ruggles Pynchon). Nos citamos en el Club Matador charlamos largo y tendido y fui retratado por un fotógrafo de Villaverde Bajo llamado JEOSM, que empezaba a publicar reportando a los grafiteros de Madrid. La entrevista nunca llegó a publicarse. Cuando un año después le pregunté a Mar si había salido o si iba a salir me contestó: “Es Marta que no me la entrega”. Cuando me crucé con Marta su respuesta fue. “No sé qué pasa, la tiene Mar hace meses”. No volví a preguntar. Es muy probable que no tuviese interés.
Debieron pasar un par de años hasta que Mar volvió a llamar. “¿Te puedo preguntar una cosa? Me han llamado de Prisa para ofrecerme entregar la revista un fin de semana al mes con El País. ¿Qué hago?” No volví a preguntar por mi entrevista, pero tampoco caí abducido por la evidente técnica de seducción de Mar que aparecía y desaparecía a su antojo enviando chispazos de misterio para encender vanidades como un titiritero da la edición. “No lo hagas. Yo tengo la misma propuesta encima de la mesa para mis revistas”-entonces Prisa no había lanzado la licencia de la italiana Icon ni SModa con Conde Nast-.
“Entregándola con El País llegaras a un gran público, pero un día te llamarán para decirte que ya no ven esa estrategia, cuando cambien al equipo de marketing y distribución y entonces a los anunciantes les parecerá que la revista se te muere. Es la cara sur de la montaña, editar es elegir la cara norte”.
No me hizo caso, algo que ya intuí cuando llamó a preguntar porque tenía el ego subido con la propuesta. El País comenzó a publicarla el 4 de Octubre de 2005 bajo la submarca Jot Down Smart. En el video de promoción unos patitos se daban un garbeo por la redacción bailando Woke Up This Morning de Alabama 3. Como era de esperar, Jot Down disparó su influencia en proporción a su tirada. La revista siempre estuvo muy bien, a pesar de su densidad. Muchos compradores la tenían en casa por postureo.
Y volvió a llamar. “Andrés ¿puedo preguntarte algo? (…) Me quieren meter anuncios que yo no quiero meter. Y se enfadan si no los pongo, pero necesito el dinero”. Mar, «¿te acuerdas de nuestra conversación?», intenté decir buscando otras palabras para no usar el detestable “te lo dije”. “Si los anuncios no te molan, no los pongas, pero el equipo comercial de Prisa es muy difícil que venda una revista tan delicada como la tuya”, contesté.
Cuando Hearst compró en todo el mundo la francesa Hachette a Lagardere, y finalizar mi licencia de Esquire y Bazaar, tras diez años y un quinquenio editando ambas, rechacé ser el CEO de Hearst. Decidí probar suerte con una revista masculina propia, Man On The Moon, y Mar volvió a escribir. Esta vez no llamó. “Me gusta. Te irá bien.”, vaticinó. “¿Puedes darle trabajo a Enric González?”. El mensaje me hizo dar un respingo.
No hay un solo periodista que se vista por los pies que no admire a Enric. Había seguido con detalle su hostia a Juan Luis Cebrián (77) -que mientras Prisa distribuyó Jot Down se dejó retratar en su despacho con una mascara de Darth Vader (yo le había retratado y empapelado la Gran Vía en Esquire cinco años antes). “¿Te puedo llamar?, Enric necesita trabajo”. “Mar, Enric es uno de los grandes, quizá con Raul Del Pozo (85) el que más. No estoy a la altura. ¿Qué trabajo puedo darle yo? Soy un editor pequeño con presupuestos pequeños” respondí. “Ve a verle a Paris, por favor”. Y eso hice con casi todos sus libros bajo el brazo para que me los firmase. Cenamos en Le Deux Magots y feliz de conocer al maestro le propuse hacer lo que él quisiera advirtiéndole del raquitismo de mi presupuesto.
Publicamos un primer reportaje en Man On The Moon pero cometimos un error, en la entradilla del reportaje. El redactor, en vez de citar Jot Down, escribió “la revista cultural” o algo así (no conservo el número para comprobarlo). Enric me mandó un SMS escueto, pero directo, muy duro. “A partir de este momento, tal y cómo has publicado mi artículo no quiero seguir escribiendo para la revista”. Creo que tras el enfado de Enric estaba Mar con la que le unía una estrecha relación. “Creo que nunca me he entendido tan bien con nadie”, escribo ayer González en El País. Llamé a Enric para pedirle disculpas, le dije que se trataba de un error de oficio como tantos otros, pero no quiso volver a escribir. La revista tuve que cerrarla al año tras un año de pérdidas acumuladas y quizá algún día la rescate de un cajón. La luna sale cada noche.
A los pocos meses, Mar volvió a llamar. “Te vendo la publicidad de la contraportada de Jot Down”. Dí un respingo. Nunca le había dicho nada del desencuentro con Enric porque intuí que lo conocía al detalle. “¿Y que quieres que anuncié mujer?», pregunté. “La portada de tu revista este mes…”, me dijo. Me puse otro café. “Como voy a poner mi portada en la contra, y ¿si es mejor que la tuya? ¿Y si es peor?, en el quiosco no entenderán nada”.
La convencí de que no era por dinero sino porque una revista con portada y contraportada de dos revistas distintas pasaría a la historia de los horrores. A los pocos meses Prisa la comunicó que ya no quería seguir distribuyendo Jot Down porque perdían dinero con ella. No sé si fue antes o después que El Confidencial publicó un artículo sobre quién era Mar de Marchis. Y volvió a llamarme.
“Andrés, te quiero vender la revista. Ahora vivo en Roma, dejé París”. “Uy, no sé, tú la haces muy bien, es tu bebé, pero si puedo ayudarte lo haré. Envíame algunos números, ejemplares que imprimes, cuánto gastas en hacerla, cuánto recuperas del quiosco, como te van los libros y dime también cuánto vale para ti, así puedo dimensionarla”. “No voy a enviarte números -me contestó- pero me la tienes que comprar. Y colgó, haciéndose la enfadada”.
A los pocos meses volvió a llamar. “¿No me vas a comprar la revista entonces?” “Mar, ya con tono de monje cisterciense, si no conozco lo que quieres vender como voy a sabe si puedo comprarlo”. Silencio al otro lado del teléfono. Y pasé al ataque. “Nunca se me ocurriría comprar nada de alguien que no he visto nunca”. “Vente a Roma y me llamas”. Por su tono supe que era un farol. Que nunca se dejaría ver a pesar de que llevaba llamándome casi diez años. Nunca me dijo nada de su ansiedad.
Pero fuí a Roma, no para verla, sino por algún trabajo. Y debí poner algo en twitter sobre Vila Borguesey volvió a llamar. “¿Estás en Roma? (…) Quiero que te ocupes de vender la publicidad de Jot Down, sólo tu puedes hacerlo. Eres el mejor”. “Me alegro de oírte Mar, pero no sé hacerlo. Sólo se comercializar los productos que edito y dirijo, no soy un agencia de publicidad. No te puedo ayudar”.
Nunca más volví a hablar con ella. Me ofrecí a seguir la conversación cuantas veces necesitase desde la admiración de un trabajo muy interesante y también la sensación de una cierta manipulación. La noticia de su muerte me ha dejado entristecido. “El 4 de abril de 2021 -escribió Enric González en El País- encontraron su cuerpo sobre una acera en el centro de Roma». Había sufrido un derrame cerebral. El quiosco, que necesitamos reinventar, añora más gente como ella -deja tres hijos- .
Una agorafobia la impedía relacionarse con el mundo exterior, y su capacidad para manejar el circo de talento y vanidades que es una revista. ¿De haber sido una editora -no era periodista- visible habría sido capaz de hacer Jot Down así? Lo dudo. Mi entrevista nunca llegó a publicarse, poco importa desde luego, quizá una guija un día me pueda responder.