Tapas 81
Una de batallitas que son buenas para la sobremesa. Mi viejo le decía “alternar” a irse a la sala de fiestas a buscar novia o querida. Nadie ayunaba entonces, quizá fuese la posguerra, pero se celebraba comiendo a morir y en los salones de las casas de Cuéntame, cuando se recibía, se sacaba toda la comida que uno pudiese imaginar. El salón siempre era para las visitas. Y el cognac también. No había dietas, había régimen, porque la dictadura no era el régimen, era lo que había.
Cuando era chico lo más parecido al ayuno eran la vigilias, que te dejaba sin carne cada Viernes Santo. “Los niños pueden comer chorizo y morcilla, la vigilia no es para ellos, es para los mayores”, se escuchaba en casa si tocaban lentejas los viernes y cambiar daba más problemas que perdones divinos. La abuela no comía carne, que ella sí cumplía la vigilia. Siempre pensé que era normal que ella se preocupase por los preceptos, porque la quedaba menos vida que a nosotros, como así fue.
Ya con los presos en la calle, tras la amnistía, la alternancia se volvió política. Los del centro, antes de desparecer, se turnaban con los socialistas y, finalmente, con la nueva derecha. Nadie ayunaba tampoco. Era cuestión de turnos. Comer por turnos lo veo más carcelario, de familia numerosa o de campamento scout de baby boomers.
Ahora se ayuna de manera alternativa. No es nada underground, ni marginal, es algo de lo que se presume en las reuniones, en esos prolegómenos en los que aún no se habla de nada antes de entrar al meollo del negocio. “Es que cuando el organismo no ingiere nada en 16 horas es cuando empieza a comerse las grasas”. Y así el “yo solo ceno un yogur” se ha convertido en demodé y ahora es la abstinencia programada lo que nos mantendrá en forma. Pronto se regulará el deseo y, de seguido, el sexo.