Una noche en Atomix, el mejor restaurante de Norteamérica

Ellia no está hoy. Ni tampoco Junghyun, el chef. Los dos son pareja. Ellia Park y Junghyunse conocieron en Corea y se vinieron a Nueva York a ver que se cocía. Hoy son los propietarios de Atomix, el mejor restaurante de Estados Unidos. Algo más, el mejor restaurante de Norteamérica. Atomix no fríe chuletones, ni usa ketchup, ni tiene patatas fritas con romero. Atomix es el mejor coreano del mundo. No hay duda.

¿Quién lo dice? Lo dice 50 Best, que en su lista de restaurantes, en la que hay tres españoles arriba (Disfrutar, Diverxo y Etxebarri, ahí es nada), coloca a Atomix en el octavo lugar. ¿Es eso cierto? Pues no, claro que no. Es una referencia en la que hay mucha pasta en juego. Es tan solo una referencia, discutible, razonada, ponderada y peligrosa, pero es lo que me ha hecho hoy reservar en la barra.

Atomix es pequeño y delicado. Los que cenamos hoy estamos todos juntos en la calle. Son las 20:30, pero un cartel nos avisa de que no nos van a dejar entrar hasta las 20.45. Todos compartimos miradas de complicidad tipo. «Por fin, lo que nos ha costado conseguir una reserva, y aquí estamos bajo el chirimiri neoyorquino a ver si ya nos abren». 

14 comensales en un sótano vestido de madera. Tiene la apariencia de japonés de lujo, porque no sé cómo son los coreanos de lujo, aunque serán como Atomix. Ellia no está, está con Junghyun en Londres. A sus cosas.

Abren al mediodía para dar de comer, 14 abajo más 5 arriba en la otra barra, y no es fácil conseguir una mesa. Por la noche dan de cenar a las 6 (¿hora coreana?) y a las 9. No he mirado nada del restaurante porque no soy de los que se lo saben todo antes y así pulverizan el efecto sorpresa. No se nada. Tampoco tengo hambre. Hace mucho que no tengo hambre. Ni siquiera sé si al mejor restaurante de Norteamérica hay que ir con hambre o con una libreta y una buena pluma. 

Yo voy con mis revistas debajo del brazo para Ellia, aunque sé que no está. Me reciben con una postal dibujada con un quiosco donde se venden las revistas que edito. Touché. Me han googleado, soy el único comensal al que reciben así. 

Ceno solo, pero no soy el único que cena solo. Frente a mí una coreana que apenas pesa 50 kilos celebra su cumpleaños. No sé como se llama aunque la he felicitado al entrar. Ante mi felicitación hizo unos pasos y casi un pequeño baile a lo Chiquito que yo intepreté como una acción de gracias. Tendrá 30 o 35 años. Muy difícil saberlo. El resto de los comensales son coreanos o americano-coreanos, o asiáticos. Soy el único que no tiene los ojos rasgados. 

María es venezolana y viene a presentarse en castellano. Antes de Atomix trabajó con Joël Robuchon en Midtown Manhattan y antes en su restaurante de Miami. Tiene la suerte de vivir en el Upper East Side, cerca del Guggenheim. Imagino que es de familia con posibles porque el Upper East no es para camareros. Maria trabaja a las ordenes de Saori. Todos están a las órdenes de Saori Minakawa, una japonesa que ejerce de general mánager, de mandamas. Conoce Barcelona y Madrid, pero aún no ha ido a San Sebastián a darse un festín. Toda esta tribu internacional de trabajadores de los restaurantes gastronómicos va de ruina en ruina porque tiene que conocer los mejores abrevaderos del mundo y pagárselo. 

En la sala hay dos fuerzas en equilibrio. La presión de estar a la altura del mejor restaurante de Estados Unidos y Méjico- Michelin se ha quedado atrás dándole solo 2 estrellas- y la delicadeza, liviana, sutil, volátil de los 14 platos del menú degustación. Cada plato servido en una cerámica coreana distinta, de un ceramista diferente. La experiencia es memorable. No tengo ni idea de lo que comí, poca idea al menos, porque aunque la explicación es exhaustiva con un tarjetón por plato en el que el chef lo explica, los ingredientes son coreanos y no están en mi radar. 

Enfrente de mí la comensal solitaria, a la que pensé apodar pero a la que no he puesto nombre, no pide vino. Me avergüenzo de mi maridaje y pido que me quiten las cuatro copas de blanco cuando se acerca el borgoña. Ella bebe agua. La veo celebrar su cumpleaños sola, se le cierran los ojos cuando prueba un bocado; me sonríe, aunque sé que sus sonrisas son una señal de cortesía y no de complicidad. 

La sala funciona con marcialidad, como en todos los restaurantes de competición. Al grito de «Servicio», todo el personal se alinea bajo los mandos de Saori y sirven a la vez, incluyendo a la propia Saori. Pero siempre es diferente, cada vez te presenta el plato una persona distinta. Tan solo el sumiller, que me sorprende con un vino blanco de las Azores (Vinha Centenaria. D.O. Pico. Azores Wine Company), repite. Todos conversan con el comensal. Van uniformados de negro. Ellia puede estar tranquila, cuando no estás Atomix funciona. Todos me trataron con tal respeto y cariño que sentí que me daban un masaje por fuera, mientras que por dentro el paladar invocaba emociones tras los bocados.

Nueva York, ciudad de ciudades; con su Manhattan amplificador de tendencias, ha impulsado a Atomix a lo más alto de la gastronomía oriental; un coreano en una esquina de Park Avenue – que le ha arrebatado a Jungsik el puesto de referencia. El mejor coreano del mundo no está en Corea, cocina a diario en esta isla que te exprime exprés el platino de la tarjeta de crédito American. Como dice Gustavo Cisneros en el documental que cuenta su vida en Amazon, desde su apartamento neoyorquino desde su apartamento neoyorquino: «Nueva York cambia cada cinco años». 

Frente a mí la comensal coreana del cumpleaños hace muecas de satisfacción. Ningún español haría esos mismos gestos para transmitir el placer. Nosotros somos vitalistas, exagerados, teatreros, vehementes y gritones. Ella es delicada y contenida. Cuando paga se queda dormitando un poco. No acierto a descubrir si está triste porque celebra el cumpleaños sola o está feliz y la cocina de Junghyun y Ellia la ha emocionado. 

Casi tres horas después, fuera, Park Avenue está mojado. Una nube baja cubre las últimas plantas del edificio de la PanAm que hace años luce el letrero de Metlife. Camino calle arriba con la sensación de haber sido transportado durante un tiempo indefinido a otro lugar, a un limbo placentero de delicadeza. No siento la presión que sienten ellos por mantener la excelencia. Por eso soy solo el comensal. 

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