¿Tiene el correo electrónico los días contados?

Amenazado por la agresividad del burofax, por las dudas latentes sobre su privacidad, por el compulsivo uso de la mensajería instantánea de WhatsApp o Telegram, y por eficacia semántica de los emoticonos, el correo electrónico se tambalea.

Ha envejecido mal el argumento de la comedia romántica Tienes un email(1988), la película con Meg Ryan y Tom Hanks que aspiró a revalidar el éxito de Cuando Harry encontró a Sally.

Hasta el SMS se burla del email cuando alguien te sugiere «mejor mándame un SMS», y la pantalla de tu móvil al enviarlo se torna azul y hace ese ruidito placentero del que habría escrito el ruso Iván Paulov.

Nueve de cada diez usuarios habríamos firmado el obituario del SMS. Yo el primero. Tan solo Punkt, la marca de teléfonos móviles suiza para militantes de la vida lenta, que no incluye internet en sus productos, o los usuarios de los viejos Nokia 3310 (65 euros), que aun se venden, apostaron por mantenerlo en primer plano.

¿Tiene el email sus días contados? Yo creo que sí. Me dan la razón los 2.292 correos que mientras escribo esta columna esperan sin abrir en mi bandeja. Mi bandeja de entrada se parece más que a una carretilla a un volquete de ruedas Caterpillar. Cada día dedico varios minutos, generalmente, mientras escucho el comentario de Carlos Alsina (54) a borrar los correos de la jornada previa. ¡Qué quede claro! Dedico más tiempo a borrar emails que a leerlos. Algo falla.

Las posibilidades de que un email importante se pierda, no lo vea, o se me pase son muy altas. Cuando a alguien le pido que me lo reenvíe, tengo siempre que escuchar, «búscalo en la carpeta del no deseado», mientras pienso para mis adentros «si tú supieses». Mi petición de reenvío es porque en ese momento estoy atento y lo leeré de inmediato. Vamos, que le estoy pidiendo al email que se convierta en WhatsApp.

Desde luego esta avalancha de correos tiene que ver como mi trabajo de editor, con que mi dirección de correo es pública, con que para mí es preferible recibir información de más que de menos. Si tuviese que buscar un símil, me imagino agarrado a uno de esos machetes amazónicos (ESEE Junglas Black, JUNGLAS-KO, 235 euros sin funda), desbrozando el mato grosso sin saber si piso una serpiente, corto una liana, o me caerá en cualquier momento una araña del banano (Phoneutria), de las que habla Jacinto Antón. Si uno sobrevive, lo que está claro que acaba siempre perdido o engullido por arenas movedizas que aquí se llaman spam.

Si buscas piso, las alertas de las inmobiliarias acabarán por quitarte las ganas. Si te aficionaste a las newsletters, no sé cómo, pero te acaban apareciendo más de las que eres capaz de leer. Si eres comprador compulsivo -que levante la mano el que no se considere grupo de riesgo-, es probable que aceptes recibir información de esa marca que no compraste pero que te dio por mirar.

¡Atente a las consecuencias! No pasará mucho tiempo desde que tu correo se parezca a aquel buzón de la comunidad de vecinos en el que por su boca sobresalían las ofertas folleteadas del super del barrio. Cuando intentabas desatascar el buzón, si tirabas fuerte acababas arrancando la puerta. Nadie en la comunidad se sentía responsable de aquello. El email es hoy el buzoneo de ayer.

Delegar la gestión de mi correo, como deben hacer en el mundo los grandes editores a los que me gustaría parecerme, es algo que siempre me ronda, pero no me decido. Soy montonero. Vivo rodeado de montones -de libros, de discos, de recuerdos, de montones de montones-, amontono también correos electrónicos. No delego mi email porque tengo la certeza que en el correo más insignificante encontraré una historia para una columna como esta, conoceré a alguien que cambiará mi vida, o encontraré un negocio imaginario de alfombras voladoras que se aparquen solas.

Lo complica todo el hecho de tener varias cuentas. He olvidado las cuentas de Gmail que tengo. Ya sé que debería organizar en el Gmail lo personal y en el correo profesional, lo laboral, pero en mi trabajo, personal y profesional son casi sinónimos. Y por fortuna no necesito el Gmail para pedir trabajo, tengo trabajo acumulado para varias vidas.

¡Del Hotmail ya ni hablamos! Me parece una antigualla. Tan sólo se me ocurre advertir que el Gmail y el Hotmail no son buena tarjeta de visita si eres un autónomo. Son, por definición, domésticos, de a pie, y por tanto, les rodea un amateurismo que les corta las alas. No me veo yo contratando un préstamo, una consultoría profesional o un curso de cata sobre vinos de Gredos a alguien que me escriba por Gmail.

Trasladar el pálpito diario de la información al WhatsApp tampoco soluciona mucho. El email es interesante para algún documento, contratos por leer que sólo el fin de semana te permitirá revisarlos, fotos en alta que luego quieres guardar en baja, o fotos en baja que pronto reclamarás en alta.

También da sustos. El email, de vez en cuando, sirve para que alguien que no sabe escribir te mande un texto maleducado, que te abochorna, con el que te dan ganas de declarar una guerra, pero que cuando respiras hondo entiendes que el tipo que te lo ha enviado no tiene ni puñetera idea de escribir, y le quitas hierro pensando que escribe como habla. Porque si te lo escribió como piensa, entonces el gas mostaza no te parece tan malo.

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