Mi primer… ¿fracaso?

Marzo 104 / Marzo 2023

Sobre si el emprendedor nace o se hace hay tantas hipótesis como microplásticos en el océano. Antes de cumplir los 30, tras el cierre de el diario El Sol, la juventud me quemaba y decidí montar una pequeña agencia de servicios editoriales a la que bauticé Shout, como la vieja canción de los Isley Brothers (por entonces bastaba con tener una licencia fiscal; solo con recordar su nombre ya se me mueven los pies). Me gustaba la idea de que mis servicios sirviesen para “gritarle” (shout!) al mundo nuestro trabajo. Fue un chasco: ninguno de mis clientes conocía la canción y cuando me di cuenta -tras decenas de citas presentando la propuesta– era ya tarde.

Cometí varios errores y recuerdo todavía muchos de ellos: gasté buena parte de mi liquidez en comprar un mamotreco llamado Canonfile, cuya misión era escanear documentación (conviene recordar que no existía internet). Me equivoqué al descapitalizarme y también al confiar en proyectar todo mi valor añadido en una tecnología que a nadie importaba.

Cualquier tecnología es más pronto o más tarde desplazada por otra nueva, así que debes amortizarla y no permitir que ésta te obligue a apalancar la empresa tanto como para inmobilizarte.

Tomé la decisión de manera unilateral, convencido de que la digitalización de archivos (que nosotros mismos teníamos que gestionar) ofrecía un servicio inigualable. Cuando visité clientes, uno tras otro, descubrí que mi base de datos tecnológica les importa muy poco, pero encontré a cambio algo que sí necesitaban.

Tanto la revista Tiempo –con su dominio absoluto del quiosco y un Pepe Oneto (que luego fue mi amigo) pletórico en influencia y también en altanería– como la recién lanzada Panorama, de Carlos Carnicero, requerían constantes promociones que regalar a sus lectores para estimular la venta (daba igual lo que fuese).

Ellos fueron mis primeros y únicos clientes. Tiempo me compró la elaboración de unas guías regionales que previamente ya habían vendido a las oficinas de turismo. Y Panorama quería una colección de discos compactos, donde el precio por unidad importaba más que el contenido.

Aquello me costó entenderlo, pero luego, como director de El Gran Musical, fui la primera publicación (mensual, eso sí) en incluir con la revista una colección de CDs con la que enamoré a Mario Pacheco y sus Nuevos Medios (Los Jóvenes Flamencos, se llamó), DRO y otras. Todos los bares de Madrid la pincharon durante años y el éxito de Ray Heredia y su Alegría de Vivir vino de aquello.

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