Forbes 42 / Abril 2017
No sé por qué extraña razón no soporto llevar monedas en el bolsillo. El lector pensará que es porque valen poco ya. Y no negaré que este argumento tenga consistencia, pero yo creo que hay algo más. Sospecho que es el sonido, y cierta alergia al cobre. Los euros están hechos de cobre y aluminio. Las monedas pequeñas, de 5, 10 y 20 céntimos están hechas de la aleación oro nórdico (88% de cobre, 5% de aluminio, 5% de zinc y un 2% de estaño).
Recuerdo con mucho cariño a los acomodadores de los cines de sesión continua que tenían bolsillos especiales, estrechos y delgados para que no sonasen las propinas mientras correteaban por los pasillos (iluminando parejas con la linterna). Y también me acuerdo de cómo a mi abuelo le colgaban cientos de monedas en el bolsillo de sus pantalones cada verano. Si se me ocurría mover la puerta del baño mientras dormía la siesta, como sus pantalones colgaban por detrás, se despertaba toda la casa.
Guardo todas las monedas en un viejo bote en la cocina. Aviso con tranquilidad a los amigos de lo ajeno que no creo que haya allí más de 50 euros, pero el bote pesa un quintal. Vivo confiando en que dicho bote, antes o después, se irá gastando, pero ocurre un extraño fenómeno que me tiene preocupado: el nivel de monedas permanece exactamente igual desde hace meses, y solo cambia el color. El dorado de los euros ha ido evaporándose, supongo que por la doméstica compra del pan diario, y va quedando el poso de las monedas rojizas que nadie se atreve a usar para bajar a la panadería. En los bancos de Nueva York hay unas máquinas donde por una especie de boca echas a puñados las monedas y te sale un billete. ¿Algún voluntario para importarlas o sigo dándole de comer al bote?