Forbes 29 / Diciembre 2015
Soy cliente del Hotel Mandarín. Si la agenda me lo permite y amanezco un domingo en Nueva York, desayunar en la planta 35 de su hotel en el 80 de Columbus Circle, sobre la vida de Central Park, arropado por los suplementos sábana embuchados del New York Times es uno de mis momentos favoritos.
Como cliente también del hotel en Barcelona, celebro su llegada a Madrid con los brazos abiertos, y con la autoridad que me da haberles recomendado cientos de veces, les ruego que no le quiten el nombre al Ritz. No duden que haremos negocios allí. Como usamos sus salones cuando viajamos a París o hace unos meses también en Milán. Pero no nos quiten el gusto de invitar a alguien al jardín del Ritz en las primaveras madrileñas.
Con la compra de Starwood a manos de Marriott, el Palace, el Marqués de Riscal, el Vela de Barcelona, el Alfonso XIII en Sevilla y el donostiarra María Crisna cambian de manos. Arne Sorenson, al frente de Marriott, socio y amigo de Antonio Catalán (El Santo Mauro ya está en su cartera), es un hombre valiente. Y no se equivoca.
La noticia, publicada el mismo día que nos enteramos que Jordi Clos, presidente de los Hoteleros de Barcelona, traslada su negocio a Madrid, tiene una lectura sencilla: el país se mueve, los hombres de negocios ven a España con posibilidades, el turismo ha batido records y aún crecerá más. Buenas noticias.
Horas antes de redactar estar carta que despide el año, como con Alicia Koplowitz en La Moraleja, en el restaurante Aspen, bajo la atenta hospitalidad del gran Luis Arias, y cuando llega la tarta de manzana le hago la pregunta: «¿No te ha dado pena desprenderte del Ritz?» «Mucha, pero no era negocio y había que invertir demasiado en renovarlo. ¿ Y sabes qué es lo que más pena me ha dado? Que conocía a todo el mundo». «Alicia, puedes seguir disfrutando de la terraza, ¿por qué no ir como cliente?», le sugiero. «Sí, claro que sí, pero no es lo mismo». Algún día escribiré aquí si merece la pena encariñarse o no de los negocios.