Diez y media de la mañana. Apenas seis nudos de viento. Hasta la tramontana está adormecida. Desde la última curva se divisa a Ferran esperando, siempre de negro desde que El Bulli cerró en 2011. Han pasado doce años. Ha dado por el mundo más de trescientas conferencias. Se ha gastado once millones de euros y nos ha vuelto locos a todos preguntándonos varias veces si un tomate era una fruta o una verdura.
Pero la mañana del 12 de abril del 2023 a Ferran Adrià, el lavaplatos que cambió la cocina mundial, se le escapa una sonrisa de felicidad infantil. Al verlo le pego un abrazo. Es fácil quererle. Me hizo feliz en El Bulli tres veces y me ha ayudado mucho. Fue la primera persona a la que le expliqué cómo sería la revista TAPAS y con él edité un número de Esquire que si rascabas su cabecera olía a Cala Montjoi. Como para no quererle.
Le hacemos círculo, como en los corrillos de los cantos infantiles. Somos todos amigos, pero también, cada uno en lo suyo, voceros de la gastronomía en España. José Carlos Capel, con su sombrero, y Julia Pérez; Carlos Maribona, siempre prudente; Pau Arenos, que tanto contribuyó a explicar las hazañas de El Bulli desde El Periódico de Cataluña del grandullón Antonio Franco; Cristina Jolonch, con sus gafas de pasta redondas, libreta en mano, siempre atenta desde La Vanguardia a lo que se mastica por ahí… Y un paso más atrás la familia del chef, su mujer Isabel Pérez -la que todo lo sabe de esa centrifugadora mental que vive dentro de Adrià, Luis García, su mano derecha, y el resto del equipo.
«Antes ese dinero iba aquí» y señala a su bolsillo con una palmadita definitiva, «pero decidí que iba a meterlo en la Fundación. Sin ellos no hubiéramos podido abrirla». El museo elBulli1846 abrirá el 15 de junio, durante tres meses. Será un tiempo de pruebas para ir perfilando detalles. «Yo quería hacer a la gente feliz. Y Juli también». Habla de Juli Soler, su amigo, su cuate, su colega, el que impulsó a Adrià y el que quiso a Ferran. Su hija, Rita Soler, es una de las patronas de la fundación, junto a Isabel, el escudero Luis García y el responsable de la gestión de la Fundación. Ferran, ¿cómo habéis gestionado la expectativa del que venga a ver el Museo de El Bulli y querrá comer algo?». Adrià pega un pequeño brinco. «Joder, Andrés, yo voy a ver la fundación de Norman Foster y cuando voy no me hace una casa, vale, ¿no?»
Ferran nos da de comer en la cocina de El Bulli. «¿Andrés, sabes cuánta gente pagaría miles de euros por estar hoy aquí?, me pregunta Capel, con el que comparto mesa. «Somos unos privilegiados». Ferran está exultante. Primero un Green Fish con dos temperaturas. Y salen los aperitivos.
Estamos en la cocina de El Bulli, reconstruida de nuevo porque el restaurante se tiró entero y construida exactamente igual que estaba entonces. Hay un par de edificaciones nuevas para ganar metros expositivos, pero el restaurante tiene hasta el mismo gotelé que ha vuelto a pintarse así. Acaricio la cabeza de toro de madera que preside la cocina cuando una de las camareras me ofrece el tercer aperitivo: el clásico sándwich de parmesano que fue uno de los que más éxito tuvo en la historia del restaurante.
Y ¡bum!, me pilla totalmente desprevenido. Al masticarlo, la máquina del tiempo sensorial me lanza años atrás, y siento una fortísima sensación de felicidad infantil que permanecía anclada a mi memoria. Me quedo mudo. Desenfoco los ojos para entender lo que estoy sintiendo y me aparto discretamente del círculo de personas con las que hablaba. Tardo unos tragos en darme cuenta que conservaba en algún lugar de mi cerebro un recuerdo asociada a aquel sabor, y siento una felicidad brevísima pero infinita. Siento que vuelvo a ser un niño durante apenas unos segundos.
Como cuando uno se despierta de un sueño con esa sensación evanescente de felicidad total. Eso fue el El Bulli, el restaurante en el que un tipo que empezó lavando platos en Ibiza se puso el mundo por montera para hacer feliz a la gente. Y durante los primeros años lo hizo sin darse cuenta, vale, ¿no?
Me siento al lado de Luis García, que fue responsable de las reservas del restaurante y hoy es el director General de la Fundación. Comemos con los viejos cubiertos de El Bulli. ¡Aúpa el fetichismo! Todo en el restaurante es liturgia. El plato principal son unas lentejas en salsa de calamar, casi lloro. Antes una gambas y unas cigalas pescadas ayer en la bahía de Roses. «Todas las vajillas están guardadas en un almacén enorme. Lo tenemos todo , todo clasificado», cuenta Luis.
No puedo dejar de reírme con sus anécdotas. «Fue divertido cuando lo asumí. Pero no tuve vacaciones en diez años. Ni un solo día. En diez años. Tocó ir a terapia y todo». Luis tiene una mirada azul Cala Montjoi. El color de sus ojos se ha ido mimetizando con el Mediterráneo y me pregunto si cuando la mar se pone verde los suyos también cambian. «Si repetías en El Bulli, nunca comías lo mismo. Pero podíamos sorprenderte porque tras la comida hacíamos una ficha de cada comensal con algo que le hubiese gustado, un vino, o un plato. Y nos gustaba volvérselo a poner».
El Bulli tenía 48 mesas. Hubo años de comidas y cenas, pero los años de fama mundial Ferran decidió solo dar cenas. «Yo tenía apartadas siempre dos mesas, una para Ferran y otra para Juli. Claro, imagínate que llamaba Giuseppe Lavazza, con él que llevamos veinte años trabajando, y pedía una mesa. No podías decirle que no».
Las anécdotas de García piden a gritos un libro, pero no sé si querrá. «Imprimía todos, absolutamente todos los emails pidiendo una mesa. Te hablo de decenas de miles. Los leía todos, aquí en el comedor por la mañana. La primera clasificación era los que no, o los que puede. Los que puede,volvían a revisarse, y entonces dividía las plazas entre gente que no había venido nunca, clientes que venían todos los años y que queríamos mantener, personas importantes de la gastronomía a nivel internacional, y del arte, y también dábamos preferencia a países que nunca lo habían probado».
Entonces Luis, lo más fácil era conseguir mesa en El Bulli si eras de Botswana… Luis se parte de risa, y me reconoce que sí, pero que nadie se sabía ese truco. «No creas que la prensa venía a comer, eh… muchos periodistas venían a hacer un reportaje o entrevistar a Ferran y comían aquí algo con nosotros en la cocina, pero no podían quedarse a cenar. Recuerdo unos que me bombardeaban cada cierto tiempo con un rap escrito exclusivamente para conseguir mesa. Los aparté y un día les llamé, nunca me cogieron el teléfono. No sé si se enterarán alguna vez que podían haber venido».
A Luis le ofrecían dinero de más para la mesa. Y se enfadó. «Otros me escribieron un cómic para ver si me ablandaba. Recuerdo una señora que me insistía cada año y cuando la pude dar mesa y fui a saludarla solo estaban sus hijos porque ella había muerto. Cuando los veía interesantes en una esquina del correo electrónico arriba escribía SF (Sin fecha). Otros me escribieron para contarme que el día que yo eligiese se casarían en París y vendrían a cenar. Y dicho y hecho, les di fecha y se presentaron con el certificado de matrimonio de ese mismo día. O llegaba un yate de un árabe multimillonario y atracaba en Cala Montjoi y mandaba al marinero a preguntar cuánto tenía que pagar para cenar esa noche». ¿Se lo dabas? «¡Qué no! ¡Que luego cenan con Coca-Cola!».
Entre risa y risa ya he repetido lentejas a la Montjoi tres veces. A Luis García los compañeros le pusieron mote y le llaman el Dr. No. Se parte de risa al recordarlo, pero por su bonhomía nunca le darían el personaje de la película de James Bond.
El proyecto que ocupa 4.000 metros cuadrados expositivos se ha llevado doce años de la vida de Ferran y del equipo. Primero con la construcción de la metodología Sapiens para el estudio del proceso creativo aplicado a la gastronomía. Luego con la edición de La Bullipedia, la obra magna de la cocina en el mundo, y también con los problemas legales con los ecologistas que se opusieron a una ampliación del terreno al ser parque natural. Y la pandemia, claro.
Los patrocinadores no abandonaron a Ferran, y sin ellos la memoria de El Bulli se habría quedado en la Wikipedia y en los que estuvimos allí. El Museo es un recorrido a fondo por la historia de El Bulli, antes de que llegase Juli Soler y mucho antes de que llegase Ferran. El museo se enfoca sobre todo en la explicación del proceso creativo de los cocineros que formaron parte del equipo durante años –José Andrés (53), René Redzepi (45), Massimo Bottura (60), Grant Achatz (48) o el mismo Andoni Luis Aduriz (52)-, por citar algunos. La lista de los equipos es historia de la gastronomía mundial, así que ve reservado tickets para la visita. Vale, ¿no?