«¡Salid, vamos. Id sacando el DNI!». La madera, uniformada de marrón zurullo, nos había pillado con el carrito del helado#, pero no era fácil salir. Y mucho menos con prisa. 1984, el año de Orwell. Frente a la puerta del pequeño Parque de Eva Perón, encerrados en una cabina de teléfonos, salir era mucho más difícil que entrar. Dentro, 11 chavales, todos hombres, aburridos y sin un duro que al grito de … «Venga. A ver cuántos entramos», aquella noche decidimos apretujarnos dentro para jugar. No para hacernos una foto, nadie llevaba una cámara. No para contarlo en las redes. Las únicas redes que conocíamos eran de pesca. Entramos tan solo para apretujar la amistad en el minúsculo espacio interior de una cabina de teléfono. Parece que han pasado cien años, los del centenario de Telefónica desde luego, pero apenas han pasado 40 para mí. Hay un día que aun juegas a meter a la cuadrilla en una cabina de teléfono y al día siguiente ya solo quedas con la novia. «¡Salid, hostias, que estamos esperando… Como llevéis costo os empapelamos!» Salir era más difícil porque las puertas de la cabina se abrían de fuera a dentro con una bisagra, una vez dentro había que volverlas abrir desde el interior. Los 11 tardamos en desatascar nuestro propio tapón un buen rato. Nadie llevaba costo porque en mi pandilla las drogas no entraron. Bronca, DNI -ni siquiera cacheo-, y nos dejaron marchar.
«Cuelga que es conferencia». El abuelo llamaba todos los domingos a las 22. Sin faltar uno solo. Siempre puntual. Dos frases se repetían cada semana. «¿Andrés, te han subido el sueldo?» , me preguntaba. «Abuelo esta semana no, pero será pronto, yo te aviso». La otra frase da título a esta crónica: «Cuelga que es conferencia». Papá, he estado muy poco tiempo. «Ya te enseñaré la factura». Pero las facturas en casa nunca se descontrolaron. Mi padre era un gestor doméstico minucioso e implacable, pero cuenta la leyenda familiar que mi padrino, el cirujano traumatólogo Javier Rodríguez Álvarez, tuvo que candar el teléfono con llave para impedir que mis cuatro primas en edad de pelar la pava arruinasen el presupuesto familiar. ¡Qué llame él!, gritaba Javier cuando algún chaval quería ligar con sus hijas.
En mis primeras escapadas autorizadas del nido familiar siempre me acompañaba una ficha. Una pequeña moneda de cobre con una raya ancha en una cara y con dos en la otra, era mi salvoconducto. Cada vez que me daban permiso para salir a patear la ciudad mi padre me prestaba «una ficha» que al regresar a casa debía devolver. En su pequeño monedero con forma de semi circunferencia se distinguía bien entre las monedas y las fichas de cabina. Entonces las cabinas no aceptaban monedas. «Llévatela y si necesitas algo, llamas a casa». Sabía que usar la ficha suponía no haberse sabido desenvolver en la jungla urbana. Nunca me pasó nada, pero no sé si la habría usado. Llamar a pedir ayuda implicaba que a lo peor no te dejaban ir solo la próxima vez.
En casa las crisis de las llamadas largas con la novia las sufría el modelo Góndola, el teléfono de pared que reinaba en el pasillo, y con el que si te chocabas el auricular se descolgaba porque estaba anclado a la pared. Estiraba el cable del góndola verde clarito y lo metía entre la bisagra de la puerta de la cocina para esconderme allí y que no me escuchasen discutir con la novia. Si la llamada era cordial no había que esconderse, si la llamada era chunga, era mejor estirar el cable. «Vas a estropear el cable, luego se enreda y ya no vuelve a su ser». Las preocupaciones de mi padre quedaban entonces tan lejos de las mías. El tiempo ha hecho que las suyas y las mías parezcan estar más cerca que nunca. «Cuelga»… decía… «Ha llamado ella, Papá», protestaba yo.
Recuerdo los bombones Trapa de la junta de accionistas de Telefónica. Mi viejo, como casi todos, compró un puñado de Matildes, las acciones de Telefónica apodadas así por el anuncio. No sé si empujado por López Vázquez que salía revolviendo la Maizena con el auricular del teléfono de baquelita o porque alguien se lo recomendó en el Banco Rural y Mediterráneo. Todos los años el jefe iba a la junta de accionistas a por su cajita de bombones y ese día era fiesta. Los cuadradillos de chocolate con leche con una franja de chocolate blanco en medio eran los únicos bombones que entraron en casa durante la transición. No se podía comer ninguno de más. Todo estaba repartido. Todos sabíamos a los que tocábamos.
Ya destetándome en este oficio, cuantas crónicas pude enviar en directo para Radiocadena contando lo que pasaba en el Rock Ola. Llamar a El Buho y entrar en antena con mi amigo Paco Pérez Bryan a veces «inventando» lo que pasaba porque esa noche actuaban The Stranglers era una aventura. Muchas veces envíe la crónica sin haber entrado al concierto porque Pepe, el portero, no me dejaba pasar. Metía una moneda de cincuenta pesetas para que no se me cortase la llamada. Llamar con 50 pesetas era como ahora poner un billete de 100 euros en el mostrador del McDonald’s para pedir un Big Mac. Yo me pagaba la llamada de la «falsa crónica». La cabina ya no está, el Rock Ola tampoco en Padre Xifré. Es un Carrefour de barrio, pero yo no olvido aquella cabina y creo que ella de mí tampoco.
Mi primer móvil fue un Motorola. Lo subvencionaba Telefónica para hacerte un contrato. Lo compré a plazos sin intereses, pero no me preocupe de lo que iban a costar las llamadas. Llevarlo en el bolsillo trasero de los Levis 501 era levitar un palmo. Para chulearme un poco más pagué dos extras: el color verde -todos lo llevaban negro- y cogí una batería doble. Me dio lo mismo, no teníamos dinero para llamar a nadie y tampoco a quien llamar porque no teníamos amigos con móvil, así que llamábamos a la centralita para vacilarle a la operadora preguntándole cualquier chorrada. Aquellas llamadas eran gratuitas. «Señorita, le llamo desde Ibiza, desde Jesús…¿Sabe usted si habrá cobertura en San Antonio, voy esta noche a cenar y quería saber si desde allí podré llamar?» ¿A quién?, a nadie. Menuda escuela de ligoteo telefónico fueron aquellas llamadas gratuitas. Si Telefónica lo tiene todo grabado nos tendrá por allí charlando con las pacientes telefonistas desde nuestro Motorola, horas y horas.
Y de repente la vida se llenó de móviles. Recuerdo un viaje a Roma en el que me quedé estupefacto porque los italianos iban hablando por la calle por teléfono y cruzaban sin mirar. Todo fue muy rápido. Y llegaron las Blackberries para los ejecutas, y los Nokia 3310 para los modernos, y los Motorola StarTac para los aspirantes a ejecutivos. Abrir la antenita y cerrar con brío la tapa del Ericsson al colgar era como decir: «ole mis cojones».
Si eras jefe el móvil te vibraba en el bolsillo. Si eras currito tu móvil no vibraba. Si eras jefecillo la empresa te daba un móvil. Participe en la preparación del proyecto para que Jesús Polanco entrase en Airtel, pero finalmente Prisa no se presentó.
De cañas la mañana del domingo con los amigos, mi hermano Antonio ya tenía internet en el móvil. ¡Menuda perdida de tiempo! Pensamos. ¿Para que quieres buscar algo en internet en la calle? Luego en casa lo miras, ¡anda que se enfrían los torreznos!
Desde entonces la vida parece transportada por fibra óptica. Lo primero que agarro en cuanto me levanto de la cama y me pongo las gafas es el teléfono. Compre el primer iPhone en Nueva York y tuve que destriparlo en Lavapiés en un chino que me cobró casi lo que costó el teléfono, pero de aquella historia me saque de la manga un de las mejores portadas de Esquire. El teléfono aún no se podía comprar en Europa.
En un abrir y cerrar de ojos me convertí en anfitrión del primer discurso de José María Álvarez-Pallete al que entregue en 2016 el Forbes Best CEO. Y de ahí a la emocionante noche del centenario el viernes en el Teatro Real.
De todo esto pensaba en mi butaca de platea mientras zapateaba Sara Baras, escuchaba Las Mañanitas en la voz del tenor peruano Juan Diego Flórez, escuchaba el zumbido de los drones dibujando el logo del centenario y me acordaba de Woody Allen en Manhattan escuchando Raphsody in Blue con un Lang Lang cada vez más manierista. «Nueva York era su ciudad y siempre lo sería» arranca la voz en off de la película que llevo en mi corazón y pensé: «Telefónica era su compañía de teléfonos y siempre lo sería». De todo eso me acordé cuando estreché la mano de Pallete. «Enhorabuena José María, disfruta del día».