Zarpar tiene un punto de razón y otro de temeridad. Es así tanto en la mar como en la empresa. En eso coinciden el marino y el emprendedor. ¿Cómo lo hice?
Soñé con ser editor y no quise entregar la cuchara sin probarlo. Me hice un ovillo y me di cuenta de que me gustaba vender. Un par de amigos me dijeron que el traje de rayas me hacia más delgado.
Me di cuenta de que el negocio de las licencias editoriales podía reinventarse. Preferí una reprimenda a pedir permiso. Me di cuenta de que me gustaba mandar. Me di cuenta de que hay que tener los defectos muy presentes (o que de lo contrario perderás el rumbo). Me di cuenta de que no hacia falta pedir perdón por ganar dinero.
Supe pronto que a los empresarios se los estaba tratando mal. El camino se ha ido recorriendo al andar. Decidí estar cerca de los lectores, de los anunciantes, de mis colegas, de los competidores, de los que me ayudaron y de los que no.
Me di cuenta de que una empresa es un empeño colectivo. De hecho, así es esta editorial, como un casteller de ilusiones soportado por un millar de sensibilidades y otro millar de esfuerzos. Por muy tópico que parezca, ésta es una casa común. Me di cuenta de que el tiempo te devora.
Que un editor vale exactamente lo que vale su último número, que uno ya se va acordando poco de los mayores de los que aprendió; y que ese mismo será mi sino –y el de todos–, un pequeño efluvio de recuerdo, un homenaje, un aniversario.
Por eso Bob Dylan sigue actuan- do en una gira interminable, para que la muerte no le atrape dormido en los laureles. Poco le importa su leyenda, le importa su presente.
Así que decidí que cada día fuese como el primero. Por eso, cuando llegó a la redacción, me gusta asomarme pronto, cuando la oficina todavía duerme; y entonces, me repito: ¡Qué suerte tienes!
¡Qué divertida es la vida!