El alba del nuevo año me despierta con la noticia de la muerte de José Antonio Llorente. Hace tan solo 48 horas que le encargué un texto para despedir al empresario venezolano Gustavo Cisneros.
Confieso que pensé que no aceptaría. Sabía que no iban bien las cosas porque le telefoneé hace un par de semanas y su voz me sonó muy débil. «Te llamo enseguida que entro en la clínica» me contestó.
Pero José estaba ágil en las redes. Tan activo, que pensé que si aceptaba le darían ganas de vivir. Esa fue la verdadera intención de mi petición, enviarle un reto.
Pobre de mí, le encargue su último texto sin saberlo. Gracias, Gustavo fue publicado ayer día 31 en Forbes.es. «¡Ha aceptado escribirlo!», grité en alto en casa frente a la chimenea, como los locos, hablando solo.
«¿Quién?, ¿el qué?», me contestó la familia ante mi confesión efusiva. ¡Cómo iba a imaginar que hoy recibiría el encargo de Pedro J. Ramírez de escribir un texto sobre José Antonio!
Llorente hubiera querido ser director de periódico. Me lo dijo en un par de ocasiones, porque conocía su talento para montar equipos. Eso es lo que hizo en Llorente y Cuenca.
Me hice amigo suyo desde la admiración por lo creado, una agencia de comunicación tranquila, pero ambiciosa; competitiva, pero elegante; que garantizaba (y pedía) resultados. Me pegué a él para buscar su reconocimiento y me lo entregó pronto.
Cuando lo conseguí, dejó de ser Llorente y pasó a ser José o José Antonio. Nuestras conversaciones hablaban de arte, del oficio, de sus dificultades, de mis sueños, de los colegas, de la competencia, de la empresa entendida como creadora de riqueza, de Irene, de Boris, su vecino, de su nueva casa, de los arroces de socarrat en Gurtubay.
Lo incluí dos o tres años en la Lista Forbes de los empresarios más elegantes. Y no lo hice por sus mocasines Gucci ni por sus corbatas inglesas de punto rayadas, por las que compartíamos pasión. Tampoco por sus gafas de pasta ni su corte de pelo preciso.
Lo hice porque hacer negocios es complejo, a veces farragoso. Pero hacerlos con mimo, dejando amigos, es meritorio.
Admiré y aún admiró hoy de José Antonio su capacidad para vender, para venderse, para progresar, para facturar, para involucrar, para conocer, para atender con un estilo envidiable. De todo este mérito, mucho es de Irene, su mujer. Siempre atenta, rápida, acompañando, compartiendo el proyecto.
José Antonio sabía que Llorente y Cuenca le iba a trascender. Por eso capitaneó el cambio de nombre por LLYC.
La última vez que nos vimos, fue en el Bernabéu. No pude abrazarle porque una de esas vallas que acotan las distintas zonas nos separaba. No se quedó hasta el final del partido. Hacía frío.
Él sabe que estaba muy pendiente. Le escribí hace poco, me habría gustado contarle Forbes House. José hubiera sido uno de sus socios fundadores y un dinamizador imprescindible.
La marcha de José Antonio Llorente, de mi amigo Alberto Anaut y de Mario Tascón tiene los cielos colapsados de sabios comunicadores. Quizá el que haya creado todo esto cambie de estrategia de comunicación en los próximos días, se abra una página web, edite una revista o monte otra cena. Porque la última cena fue hace mucho tiempo.