La escena me sonroja. No es el rubor de mejillas ese que te sube cuando te gusta una mujer. Es vergüenza. No es la vergüenza torera, es indignación vecinal.
Los dos contenedores son nuevos. La edad y mi perfil de homínido alondra -a los que nos entra sueño pronto y nos despertamos antes de que suene el despertador-, me han lanzado a las calles cuando los adolescentes aún relamen descamisados las últimas copas. La basura rodea los contenedores de reciclaje. Da pena ver las calles. Pareciese el día después de la victoria, pero se trata de una derrota.
Apenas a unas calles de mi portal, todas las noches hombres y mujeres como tú y como yo, quizá mejores personas, husmean en los cubos de basura en busca de alimentos que el Carrefour considera no aptos para vender. Siempre me queda la duda de si estarán cuerdos. La sombra de la duda es en sí misma un lavado de conciencia. Anoche una pareja los vigilaba apenas a dos metros. Como si esos dos metros fuesen la distancia prudencial para alejarse de la tragedia humana que supone alimentarse de los restos del sistema.
Les describo una postal de las calles adyacentes a Núñez de Balboa, las calles de las caceroladas, de la derechita cobarde, el cogollito de ese barrio de Salamanca que se empieza a parecer a un asilo. Es fácil abochornarse; lo que es difícil es detenerse ante la indignación y hacer cosas. Activar soluciones. Ser activista contra la injusticia parece que no soluciona nada, pero es imprescindible.
Un par de esquinas más allá, dos grandes contenedores están vacíos al amanecer. La basura los tiene sitiados. Nunca las calles de mi ciudad, las calles de Madrid a las que escribió Sabino Méndez y canta aún Loquillo -«Alma del Ceesepe, late muy dentro de ti»-, estuvieron tan puercas. «Es la canción de la suciedad. Todo sucede bajo la ciudad» cantaban Los Nikis.
La suciedad no es ya más subterránea, ha decidido subir a ver qué pasa. Pagamos todos un precio por el consumo instantáneo. ¿Quieres que Amazon te entregue en 24 horas ese libro que necesitas tener ya, pero que no leerás ya? ¿Le pides a Glovo un paquete de sal Maldon y no te importa pagar por el porte casi lo mismo que te cuesta salar el pescado? Como dicen las camisetas para turistas en el pelourinho en Salvador de Bahía, «Prisa mata». Propongo imprimir más con este eslogan: «Prisa ensucia».
En mi barrio hay más basura fuera de los contenedores de reciclaje que dentro. No exagero. ¿Lo sabe el alcalde? Claro que lo sabe. ¿Qué sucede en otros barrios? ¿Son los barrios más ricos en los que los contenedores de reciclaje no dan abasto?
¿Por qué nos deja la ley sacar la basura a los contenedores de reciclaje y dejarla fuera? Si está prohibido, ¿por qué lo seguimos haciendo? ¿Por qué me siento mejor si dejo los cartones o las botellas fuera del contenedor de reciclaje que si las guardo en mi casa hasta que se puedan bajar? ¿Alguien se ha parado a estudiar el modelo japonés que ordena cuándo y qué basura se puede bajar?
¿Generaríamos tanta basura si tuviésemos que guardarla en casa hasta el día que nos tocase bajarla? ¿Están siendo suficientes las masivas campañas de concienciación de reciclaje? ¿Qué piensa mi amiga Nieves Rey de Ecoembes, que tanto han hecho por concienciarnos de todo esto?
Tengo pendiente medir el nivel de decibelios del camión de la basura al descargar el contenedor del vidrio. Las noches de verano, mi ventana, abierta de par en par, está apenas a 20 metros de la zona de descarga. El estruendo de las botellas, con sus crianzas, sus maltas, los blended, los rosaditos de ligoteo, los magnum de tapón gordo, los benjamines de señorita… es tal que la avalancha sonora te traspasa.
Dan ganas de dormir en pijama para amortiguar el golpe sonoro. Ya lo he incorporado a mis ensoñaciones y a veces lo inserto cuando me baño dormido en alguna cascada selvática, o si me meto en alguna guerra galáctica y estoy a punto de destruir una nave. El sonido del reciclaje del vidrio me apabulla. La contaminación sonora también es suciedad.
Siento vergüenza de que mi barrio, no sé si mi ciudad, esté así de sucia, pero no dejo de comprar en internet. Me siento responsable, pero no dejo de bajar los cartones y los vidrios a un contenedor al que el exceso de consumo ha desbordado. Me siento abochornado por la abundancia, pero además de madrugador soy montonero.
Paquete de tabaco Kaiser.
Hago montones, de libros, de discos, de recuerdos, de muebles. Amontono porque me siento mejor, aunque sé que amontonar es peor. Amontonar abochorna y te encadena. Libre es el que menos necesita, a nadie le puede caber duda.
Entre mis recuerdos la imagen de mi padre bajando la basura en verano cuando ya todos estábamos en la cama, y la luz de su pitillo Kaiser haciendo de farol. «Ya está todo en orden. Un día más», debía pensar mientras chupaba el cigarro y yo, medio escondido, observaba para entender quién y porqué me había traído a este mundo.
Hasta que la puerta de la casa no volvía a candarse con el cerrojo FAC 301 no cerraba el ojo. No ha pasado tanto tiempo. Entonces no reciclábamos, pero la basura estaba dentro de los cubos. No como ahora que hay más basura fuera que dentro. ¿Será porque mi padre ya no está? ¿Qué se hace con la basura estelar allí por donde andes jefe? Ya me contarás cuando nos veamos.
Escribo esta columna abochornado por la abundancia de estas fiestas en las que la neurosis te empuja al consumismo. Que las palabras consumismo y comunismo sean tan, tan, parecidas parece una burla de la semántica. De poco vale porque el comunismo fue a todas luces, un sistema fallido y cruel. Pero… atentos a las desigualdades de un capitalismo desbocado. A ver si para frenar los excesos de la abundancia va a tener razón el bueno de Abundio, ya saben, ese que vendió el coche para pagar la gasolina.