Fuego a discreción en un Londres otoñal.
A tan solo unos pasos de James Smith & Sons, la tienda de paraguas más bonita del mundo, The New York Times tiene oficina. También tiene oficina en Madrid, desde donde se gestiona esta marca, su revista y sus contenidos online, muy cerca de donde se huelen los mejores curris de la ciudad, entre el Guernica de Picasso y el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid.
Para ser exactos, en el Londres pre-Brexit el diario The New York Times tiene dos guaridas: una comercial –de anuncios han vivido siempre los media–, y otra para redactores. Ando loco yendo de una a la otra.
En Museum Street, rodeado de tiendas para guiris con caretas de Boris Johnson y Megan y Harry, está la oficina comercial. Nadie lo diría. Entro a preguntar en Thomas Farthing.
“¿The New York Times está en esta calle?”. Me responde un dependiente vestido de pata de elefante que podría protagonizar el regreso de la serie de televisión Peaky Blinders. Se queda descolocado. Mientras le ayudo a aterrizar, me compro unos calcetines de cashmere escocés. La redacción no está allí, sino a dos calles. Se trata de una oficina abierta, bien decorada, con luz y mesas comunes. Ni rastro de algún cartel exterior que indique que las oficinas están allí. “Ya sabes, es por seguridad”, me digo. Cuando acabamos las reuniones llovizna y me paso por la tienda de paraguas. El dependiente me pregunta si quiero uno clásico o uno de bolsillo. Me quedo pensativo. Él cree que dudo, pero yo ando intentando averiguar por qué The New York Times, uno de los grandes pilares de la democracia mundial, renuncia a poner a pie de calle su oficina.
Es para guarecerse, por discreción, de las presiones.
Llueve como solo lo hace en Londres.
Artículo publicado en T Magazine por Andrés Rodríguez