Forbes 83 / Abril 2021
Que me parta un rayo!”. Dicho así, en primera persona, es puro egoísmo; ahora lo explico. Si se lo deseas a alguien y Zeus te escucha y le manda un calambrazo (de entre 1.000 y 10.000 millones de julios) le estás deseando suerte. Porque si no lo achicharra –los hay que sobreviven–, el exabrupto es un cariñito, un aviso de que si llegara a partirlo (una probabilidad entre 30 millones) ya tendría más opciones de que le tocase el Euromillón (una entre 75 millones).
Gammers somos todos. Jugamos por una ilusión no por una posibilidad. El precio de la apuesta es el coste de mantener viva una llamita de cambio. La publicidad de los juegos de azar en la radio lo borda. Garantizan que si te toca cambiarás de vida, pero se olvidan de que cambiar de vida es una maldición para casi todos. Ajustar tu vida, pintar las goteras que todos tenemos en la azotea, eso es otra cosa.
Me desteté en los recreativos de la calle Ortega y Gasset, donde hoy deslumbra un gimnasio “sólo para mujeres” regentado por unas monjitas. Como el barrio era de clase media alta no había quinquis –que supiéramos–. Recuerdo soltar adrenalina con una máquina que expulsaba aire y una pastilla que “volaba” y si te pillaba la mano te dejaba tonto y olvídate de tocar el “Entre Dos Aguas”.
Gasté mi pequeña fortuna en hacerme con los ojos cerrados las 10 primeras pantallas del Pac-Man hasta que los fantasmitas se aceleraban y pedían más monedas de 25 pts. He alcanzado el infarto adolescente dándole al botón del hiperespacio. Me convencí de que podía ganar una avalancha de monedas en La Cascada. Fui campeón del bar en Los Marcianitos, y en el pinball hice tantas bolas extra que por la noche en casa, con los ojos cerrados, podía seguir jugando. Supongo que conoces la maldición que hace que las bolas extra se salgan siempre cuando te quedan cinco minutos para entrar en clase. Durante años tuvimos en la redacción un pinball de ACDC que te escupia el For Those About to Rock cada vez que lanzabas la bola.
El gammer siempre se movió en las lindes del amateurismo. “Hijo, esto no es un trabajo”. Como también le ha pasado y le pasará al surfero, al profesional del póker y al skater. Y de eso se trata, de que no sea un trabajo. De que sea un juego.