Ciento dieciocho años pasaron ya desde el nacimiento de D. Andrés Sánchez Luengo en La Barra del pueblo marinero de Cabo de Palos, a 26 km de Cartagena. Ciento dieciocho años después he pisado Cartagena de Indias y no dejo de repetirle a los conductores de Uber: «Compañero, que yo no soy un turista, que llevo sangre cartagenera en mis venas». El viejo Sánchez Luengo era mi abuelo. «Ah muchacho, de la otra Cartagena», «Si señor, de Cartago Nova», contesto. «Qué bueno, chico. ¡Bienvenido, gózalo!». La sangre de Sánchez Luengo hace que mi corazón brinque en esta Cartagena de Indias tórrida.
En la Cartagena vieja, la de Paco el Piloto y el arsenal de marinos, los cofrades marrajos y sus rivales californios se reparten las procesiones más bellas que un chiquillo puede imaginar. En la Cartagena nueva, la de Colombia, los turistas aterrizan a paladas con ganas de adelantar el verano, de farrear y rumbear. Algunos buscan baile, otros sexo, se le ve a la legua, como si se tratara de cosas diferentes.
Cartagena, la murciana, suena a tambores. En la de Indias suenan los tambores africanos que grabó Totó La Momposina -oriunda de Santa Cruz de Mompox. ¡Qué listo fue Peter Gabriel, grabando a Totó!
A las dos ciudades las retrató la literatura, y las dos presumen de escritores que supieron cantar sus leyendas. En la nueva no hay esquina en la que no se aparezca García Márquez que cuando la ciudad celebraba su 450 cumpleaños, en 1983, escribió: «la explanada del muelle de los Pegasos se oscureció con una muchedumbre no menos de 100.000 personas en torno a la tarima de los músicos. Arriba (…). estaban los invitados especiales, encabezados por el príncipe adolescente don Felipe de Borbón y el presidente Felipe González con su séquito numeroso. Alguien dijo entre la muchedumbre de la calle: -hoy estamos otra vez como hace cuatrocientos años, nosotros aquí abajo, y allá arriba los españoles».
En la vieja también se presume de autores, de Carmen Conde a Pérez-Reverte con su velero, el «Corso», amarrado en el puerto nuevo y de su novela, La Carta Esférica en la que la ciudad y sus cabos, el Tiñoso, y el de Palos, son protagonistas. En la librería más bonita de la ciudad de Cartagena de Indias, Abaco, hay mucha oferta de escritores españoles, buen café y jazz del rico. Aprovecho y le envío a dos amigos, a Javier Moro y a Juan Ramón Lucas fotos de sus libros en los estantes porque sé que poco gusta más a un escritor que saberse bien distribuido. Contestan pronto, casi al unísono: «Disfruta Cartagena».
El barrio histórico está lleno de turistas. Sus casas coloreadas y sus puestos de fruta fresca son la bandera del Caribe. En Semana Santa los de Indias se marchan a los manglares de Barú o las Islas del Rosario, se meten en el agua y se empapuzan de ron y cerveza. En la vieja, en vez del mangle se marchan a La Manga, destrozada por Tomás Maestre, pero con buena gente, gente sencilla, que goza de los dos mares, y que mira con esperanza la recuperación del Mar Menor si es que el gobierno autonómico logra meter en chirona a los regantes que tantas décadas llevan delinquiendo. En el siglo de la ecología tenemos en España un mar que se nos está muriendo, ¿cómo es eso posible?
En la de Indias los caballitos de mar son gigantes y sirven de aldabas para las puertas de las mansiones. En la vieja, en mí Cartagena, los caballitos de mar nadaban frente a la Pescadería de Los Nietos y si te metías con una de esas gafas redondas que llevaban los Madelman podías nadar con ellos. En la Cartagena del mar Caribe los helados de palo de La Pelletería -cuentan que hubo un glotón que repitió cuatro veces seguidas, así que ya sabes que si pides cinco entras en la historia- son los obligados. En la Cartagena, base de submarinos, los de La Jijonenca son los que derriten paladares bajo la sombra de los inmensos ficus. En la Cartagena de García Márquez es la cartagenera la planta que adorna, junto a buganvillas y palmeras, los quicios de las puertas para dar sombra el año entero al propietario y al forastero.
La Mar de Músicas es lo que suena en el Teatro que dejaron los romanos. En la de Indias un garito bautizado La Havana es el epicentro de la salsa en todo el caribe, con dos orquestas seis días a la semana, gracias a la obsesión del catalán Gabriel Mas, que enamorado de la rumba también abrió el Belter en Barcelona, y aquí monta orquestas como el que se pide un daiquirí. Mas, debe ser el empresario que más botellas vende de ron Havana de todo el Caribe, incluyendo Cuba. ¡Sabor!
En el parque de Cartagena de Indias hay ocho perezosos subidos a los árboles. Los vecinos te los enseñan y son tan buena gente que ni te piden propina por decirte en que árbol están. Hace un calor asfixiante en el caribe, solo se puede pasear hasta las 10 y luego a partir de las 18. Eso solo le pasa a la Cartagena de Isaac Peral en agosto. Quizá un poco en julio también.
En agosto recuerdo caminar Cartagena cuando era becario radiofónico a esas horas y nunca jamás he visto una ciudad con tanta persiana cerrada y tan desierta como entonces. Lo contrario que está ahora, toda la gente en las calles, celebrando con su café asiático en las manos, que la primavera llega. Cartagena necesita más vida, más gente joven, mientras que la de Indias tiene la vida pendiente del turismo: ahora los mejicanos, luego bolivianos y panameños, españoles en invierno y así vamos «mi brother».
Ah, y los cruceros, que llegan a diario, y descargan grupos de jubiletas en pantalón corto y gorra del Decathlon que van todos apiñados, como con miedo a perderse, detrás de un señor con micrófono y walkie-talkie. Aunque los más divertidos de la Indias son los buscavidas raperos, que te rodean sin que tú lo pidas, te ponen una base de chin pum chin pum con un altavoz colgandero y empiezan a rapearte un improvisado sobre lo bien que te quedan las gafas o lo guapa que es tu mujer. A 4.400 millas, en la que fundó Asdrúbal 227 años antes de Cristo a esos ripios improvisados mi abuelo los llamaba «trovos» y son el origen de la pelea de gallos con la que mercadea Red Bull.
En las dos se come bien. En la indiana se cena tradicional en La Vitrola, arrumado por los boleristas del local que rinde homenaje en cuando pueden a Beny «Bárbaro del Ritmo» Moré. Y se come moderno y riquísimo en el Celere, un local con cinco años de vida que te invita a degustar como puede ser el futuro de la gastronomía colombiana. En la Cartagena vieja hay buena comida en cada esquina, ya sabes, mucho embutido -morcillas de arroz, morcón, longanizas secas y frescas- y verduras de la mejor huerta de Europa. Pero si quieres un nombre reserva en el Magoga y pregunta por la dueña y chef María Gómez, di que vas de parte de TAPAS y comerás rico.
El barrio de Getsemaní en Cartagena, donde el buen amigo Nacho García de Vinuesa, hace años abrió Casa Lola, es más divertido que el centro histórico. Lo recorren moto taxis por doquier en los que el conductor lleva casco, pero el paquete nunca lleva. «Los policías no multan al pasajero. Eso se permitió en la pandemia, porque son moto taxis y para que no se pasaran el casco de unos a otros…».
El Caribe y su otra realidad, la que no se ve. La que hay que venir a ver si se puede. El Caribe que es el mismo, el Atlántico juguetón, pero que no se vive igual en La Habana, en Puerto Rico o en Cartagena. El Caribe que, Sánchez Luengo, mi abuelo, que durante unos años fue el hombre más viejo de la ciudad de Cartagena, con sus 103 años, nunca pisó. Así que me siento en deuda en este artículo, a pesar, de que ya viejo, me dio como consejo: «hay que aprender a conformarse». Y a mí conformarme me cuesta.
Por eso vine a esta ciudad que tiene 491 años. Regresar dentro de 9 parece obligado, si lo hago, me traeré una foto suya.