Ayer a las cuatro y diez decidí que este domingo de primavera invernal escribiría sobre la razón de mi cinefilia. El ruido de fondo de esta columna es la apasionada tertulia familiar del miércoles pasado tras ver La Zona de Interés, en la renacida taberna La Castela de la calle Doctor Castelo -donde concelebra el camarero más molón que haya visto nunca: bigotito a lo Dalí, tupe de laca Elnett y modales chilangos. ¿Te gustó a ti la película?
El viejo mostrador ya infectado de plomo de La Castela ha sido fundido y ahora luce otro nuevo, de estaño, francés, sobre el que se hablará de lo de siempre, de si la vida es cine, o el cine es vida filmada.
Entre croqueta y croqueta de cecina mis hijos protestaban a dos carrillos indignados con la película, y yo, para compensar, me puse a la defensiva, que si me había gustado verla, defendiendo la película de Jonathan Glazer. No les dije, pero aquí si doy testimonio, que si no miro el móvil cada media hora me entra la angustia. Y me jode reconocerlo. No lo desenfundé desde luego durante la proyección, pero ganas no me faltaron. Tendré que hacérmelo mirar en el próximo chequeo.
Desde entonces he ido apuntado en una libreta de anillas 196 Mnemosyne las razones, que no me caben todas, de mi cinefilia y me he dado cuenta de que las abrazan un puñado de sentimientos. Sé que mis apuntes los ha tergiversado la memoria, que no fueron como las recuerdo, pero… ni falta que me hace.
No sé confirmar un primer momento. Quizá ir al cine sin mis padres. Qué a los chiquillos nos llevasen al cine algunos amigos de la familia. Siempre en domingo claro. Sentir que me emocionaba y que mi madre no estaba cerca, que se trataba de otro territorio. Ver abrirse el inmenso telón de terciopelo rojo que protegía la pantalla. Y el dolor de verlo cerrar. El Cinemascope con aquellas pantallas curvas. Ver volar a Mary Poppins (1964), ver 101 Dálmatas (¡Qué bien ha envejecido!)… Disney el gran constructor y manipulador de la imaginación infantil. Fue El libro de la selva (1967) mi película. Todo el mundo tiene su película Disney. El jazz de la escena del Rey Lui bailando en la selva con Louis Armstrong. ¿Acaso fue entonces cuando el jazz me agarro y no me ha vuelto a soltar?
Ver La Bruja Novata (mitad película real, mitad dibujos animados) en el Auditorio de El Parque de Atracciones después de haber girado y girado en El Gusano Loco. Aquel cine de miles de personas y perritos calientes. El cine de Los Nietos al aire libre. «Deja al chico que vaya que es solo cruzar la acera» dijo un día mi abuela.
Sentir que ya podía ir porque era mayor pero mi hermano no. ¡Era mayor!
El cine de verano con sus pipas, sus cojines para que no te doliese el culo. El de Cabo de Palos con su bareto inocente, con ese sonido que se mete de una sala a otra. Si tu peli es de amor y la de al lado de tiros, date por seguro que la pareja acaba a tiros. El cine de verano con su olor a jazmín y con su «yo me quedo a la siguiente que no tengo sueño» … ¡Anda has visto aquella estrella fugaz!
¿Abuelo, vamos a la sesión continua o a numerada? «La que esté más cerca» Que hubiese cines de sesión continua y otros de numerada ya me enseñó que el mundo no iba a ser para todos igual. Algo había sospechado cuando aprendí que los Reyes solo te traían el Cinexin a los chicos ricos. Mi abuelo consultaba la cartelera en el ABC y nos íbamos juntos al cine algún domingo. No se vendía comida dentro entonces. Ir juntos al Cine Benlliure era para mí la felicidad. Años más tarde aprendí que en Madrid había cines de pijos -en el Tívoli, que era más caro, los acomodadores corrían pasillo arriba y abajo y la calderilla de las propinas en el bolsillo sonaba al tintineo de la riqueza – y cines de barrio como el Fantasio con sus sillas de madera (luego la vida me llevaría a vivir encima). El Benlliure es hoy un triste Media Markt y el Fantasio un simple Supersol. Si alguna vez hago la compra allí siempre pienso que las voces de los actores susurran entre los estantes de la carne picada, y pienso en Jack Nicholson encerrado en la nevera del hotel de El Resplandor.
Recuerdo el tumulto que había en el cine en el invierno de 1977 para ver La Guerra de las Galaxias en el Real Cinema de la Plaza de Ópera. Y ver ese cine morir. Indignarme durante años con las decenas de mendigos que se protegían en sus soportales hasta que el nuevo hotel los obligó a buscar otro refugio. Salir el viernes corriendo del colegio porque ya nos dejaban ir solos a los amigos al cine a ver Superman. Ir con las carteras y todo. Tener que regresar a casa luego con el corazón fuera del pecho y no querer contarles a tus padres el porqué. Tener que volver a meter el corazón en su sitio después de haber visto volar a Superman con tus amigos de clase. ¡Buah! Sacar entradas para ver Grease, y ver que el condón de Kenickie, cuando está con Rizzo en el coche, se rompe. ¿Condón? ¿Qué era eso? ¿Por qué yo no sé bailar Grease Lighting? Voy a intentarlo en mi cuarto.
Programar cine en el colegio para sacarnos unas perras e ir de campamento. El cine en 16 mm que alquilábamos en El Rastro. Las películas infantiles de Louis de Funès que proyectábamos para los pequeños a la salida los viernes en el Salón de Actos. Mi amigo Antonio que puso el cuarto rollo antes que el tercero y nadie protestó. Aun nos reímos cuando lo cuenta. ¡Entradas para el cine, entradas para el cine!, gritábamos en los recreos. «¿Cuál echan -el cine siempre se echa-?» Otra de Fantomas (1964).
Salir del cine para ver las cartelas. ¡Ahí está!, ¿te acuerdas? Sorprenderme porque la cartela era en blanco y negro y la peli que había visto color. Ir al Rastro y comprar cartelas de cine. Ir al Rastro y vender unas latas de rollos de películas vacías que me había encontrado en un contenedor frente a Fotofilm. «¿Cómo has conseguido esto chaval?»… No responder.
Aquellas tardes de domingo tan esperadas para quedar con tu chica a explorarse mutuamente. A aprender de anatomía, que no había libro donde consultarla, ni internet que lo parió. Si hacía frío y la chica se iba a congelar en el banco del parque nada mejor que la sesión continua. Tú tenías que contarle que el programa era interesante y que merecía la pena ir pronto. Ella sabía que la película se subtitulaba «magreo», pero los dos disimulábamos. El acomodador de vez en cuando te enchufaba la linterna supongo que para que no se pasase a mayores. Y de vez en cuando, entre rollo y rollo, con el cambio de largo, algún cabrón encendía la luz y te congelaba el rollo, o te fumigaba con un ambientador cuya composición no cumpliría la más mínima legislación sobre higiene. Y la hora de volver, para cenar con tus padres, cuando ella tenía la hora de regreso, reventado de testosterona pero disimulando. Oliendo a tabaco porque en los cines se fumaba y la luz del proyector se mezclaba con la del tabaco de las filas de delante.
El horror de Yo Cristina F (1981), mientras el parque estaba inundado de jeringuillas. La brutalidad de Kids (1995) de Larry Clark que me asustó, porque yo quería ser moderno, Kids era lo más de lo más y a mí me daba miedo.
Como olvidar los maratones universitarios de El Covacha (Cine Covadonga), las 24 horas de terror o de humor en los Ideal, con los cubatas en mano, durmiendo entre las cinco y las seis de la mañana, con la pandilla. Esos no los aguantaban las novietas. Esos maratones eran de facultad y colegas.
Y las sesiones del Duplex donde en la puerta te vendía las entradas mi vecino de abajo que de lo gordo que estaba casi no cabía en la taquilla.
Los cinefórum de la facultad, en Políticas, en Periodismo, en Filosofía… para escuchar a los más listos hablar del cine francés, del neorrealismo… descubrir el cine como arte y las revistas. Dirigido Por era más molona que Fotogramas, más progre, aunque yo no entendiese nada de nada la compraba.
Ver Pesadilla antes de Navidad (1993) en el Chinese Theatre en el 6925 de Hollywood Boulevard. Leer a los críticos: a Ángel Fernández Santos, a Boyero, ver denigrar a Almodóvar, ver a Pedro mutar de funcionario de Telefónica a Prada rock star.
Vibrar con Indiana Jones, no dormir con El Silencio de los Corderos, esperar a que los padres dejasen la casa libre para pillarse en el videoclub unas pelis y vete tú a saber si las acabarías, según le apeteciese a ella besarte o no.
Kubrick, Coppola, Oliver Stone, Mastroianni, Buñuel, la Loren, enamorarme de Scarlett Johansson, y de Sofia Coppola también, Vietnam, De Niro, Anthony Hopkins, Paco Rabal, Carmen Maura, y Woody Allen, siempre Woody Allen. En las malas y en las buena. Woody Allen, como hermano mayor. Woody Allen siempre.
Asustarme una tarde en Bombay al ver a los indios saltar entre butaca y butaca durante un largometraje de Hollywood. El cine en la India. El mundo, tan diferente en India. Coleccionar los afiches del Renoir. Asustarme al ver que a muchos cines ya solo van a abuelas. Sacarle entradas a mi madre, a la abuela de mis hijos para el cine, porque no sabe sacarlas pero sabe llevarles. Hoy a las cuatro y diez, en ese cine ¿te acuerdas?, hice memoria de la razón de mi cinefilia, aunque como escribió Antonio Vega, cada uno tendrá la suya. «Cada uno, su razón«.