¿Qué hubiera opinado la escritora Susan Sontag de los retratos que Annie Leibovitz ha publicado de Olena Zelenska, mujer del presidente ucraniano en Vogue América? La respuesta no aparece en la biografía escrita por el tejano Benjamin Moser sobre Susan Sontag (1933-2004), editada por Anagrama y reconocida con el premio Pulitzer, pero se intuye.
A lo largo de las 832 páginas en Susan Sontag. Vida y obra se retrata una mujer, antes y después de su característico mechón blanco, muy compleja, profundamente irreverente, casi siempre insatisfecha y, desde luego, comprometida. Pero también se describe a fondo el tiempo en que vivió, que hoy nos parece lejano, imposible, y que reconocemos como el nuestro y el de nuestros mayores.
Le mando un whatsapp a una amiga que me recomendó la biografía y me contesta: “Disfruta el libro. Menudo monstruo era la Sontag, en todos los sentidos”. Y ese es un buen resumen del perfil psicológico de una de las escritoras y pensadoras norteamericanas más influyentes en la cultura del siglo XX, responsable de muchas cosas. Entre otras, ayudarnos a entender la fotografía, perderle el miedo al SIDA, avergonzarnos de la Europa que miro a otro lado en Sarajevo o cimentar el feminismo tal y como se interpreta 22 años después de este nuevo siglo.
La relación entre Sontag y Leibovitz inunda buena parte de las páginas del libro con los altibajos, vértigos y descarriles de una montaña rusa -la más grande es Kingda Ka y está en el parque Six Flags en California-. Una relación regada de maltratos y frecuentes humillaciones por parte de Susan a Annie.
Para Sontag, autora de Sobre la fotografía (1977), la recopilación de ensayos referencial que marcó las pautas de como entender el siglo de la imagen, Leibovitz tan solo era “la fotógrafa que despelotaba a los famosos”. Annie estaba entonces ya contratada por la editora Condé Nast para revitalizar el Vanity Fair (había dejado de publicarse en 1936) de Tina Brown y se enamoró perdidamente de Sontag.
Leibovitz empujó a Sontag a vivir su tren de vida de lujo, con conductor, cocinero propio, piso en París y otras delicadezas. El contable de la pareja declaró que durante su relación la fotógrafa pudo financiar el nivel de vida de Sontag con más de 8 millones de dólares. “Las críticas de la ensayista a los demás, durísimas, frecuentes, diarias, no eran otra cosa que dardos contra ella misma”, explica una de las fuentes. “Nunca he visto una relación en la que hubiese tanta crueldad”, declaró David, el hijo de Sontag.
A pesar de todo, en su octava portada para Vanity Fair, Annie fotografió en un primerísimo plano a la escritora, quizá a propuesta suya o a petición de Brown. Y fue Sontag quién convenció a la directora de que la fotografía de Demi Moore, embarazada y desnuda, merecía la portada. La directora de la revista intentaba ilusionar a su equipo diciendo: “Queremos ser lo más de lo más, o sea, tres veces más”.
A pesar de todo Sontag empujó, con frecuentes humillaciones y malas formas, a Leibovitz para recuperar las esencias del fotoperiodismo, si es que alguna vez militó en él. O al menos reivindicar aquella fotografía documental que Annie exploró cuando acompañó a los Rolling Stones y acabó atrapada por el Speedball, mezcla de heroína y cocaína, al tiempo que se acostaba en trío con el editor de Rolling Stone, Jann Wenner y su mujer Jane.
Sontag y un contrato multimillonario de Condé Nast firmado por el viejo S.I. Newhouse sacaron a Annie de las garras de Wenner, que hizo de Leibovitz la celebridad fotográfica que es hoy, entregándole la portada de su revista quincenal (58 portadas), y potenciando un lenguaje propio cuyo momento culmen fue el retrato de Lennon desnudo con Yoko Ono publicado tan solo unas horas después de su asesinato en el Dakota. Según Sontag, Annie “en años posteriores nunca se refería a Jan y Jane por sus nombres de pila, sino por un implícito ‘ellos’”.
Cuenta Moser que las salidas del armario fueron muy posteriores a las entradas en el armario. Primero se decía que “entraba en el armario” aquella persona con tendencia homosexual, que “entendía”, término en desuso también en España, pero tuvo mucho éxito entonces. De entrar se pasó inmediatamente a salir.
El responsable de aquellas revelaciones de la vida sexual de los “famosos” fue Michelangelo Signorile, que en 1993 mezcló homosexualidad y sensacionalismo como ya se llevaba años haciendo con divorcios, abortos, alcoholismo y demás derrapes de las celebridades. Buen ejemplo de aquello fue Malcolm Forbes, el supereditor y gran relaciones públicas de la revista Forbes, que todo el mundo en Manhattan sabía que era homosexual (su amistad con Liz Taylor fue solo amistad), pero que él nunca quiso reconocer. Quizá porque la información económica y la homosexualidad se llevaran en los ochenta como el agua y el aceite.
Sontag, que siempre se sintió incómoda en confesar su homosexualidad, aceptó y repudió a Leibovitz en cada curva de la vida, acusándola de inculta pero disfrutando de su riqueza. “Recuerdo salir con ella y sudar a mares porque temía no saber qué decir”, llegó a decir Leibovitz.
El sitio de Sarajevo (1425 días), el más largo de la historia, supuso para Sontag un antes y un después en su vida, harta de intelectuales, de la hoguera de las vanidades neoyorquina y de ser el referente de todo. La guerra la volvió humana. Quizá la canción Miss Sarajevo de U2 -me encanta la versión de Pavarotti– fuese inspirada en la vida de Sontag, cuya biografía se divide entre el antes y el después de la guerra.
Muy interesantes son sus reflexiones sobre el desgaste de la compasión ante la guerra. Y es por eso por lo que creo que los retratos de la primera dama ucraniana publicados por Vogue hubiesen sido muy criticados por Sontag. No sé si en público, pero al menos en privado. Son blandos, hollywoodienses, no mueven conciencias porque hacen de la guerra un atrezo más en una revista de moda.
En su entierro hubo dos funerales. Uno organizado por el hijo de Sontag, en el que no fueron bienvenidos los invitados de Leibovitz, quien fue proscrita por haber documentado la enfermedad el segundo cáncer de Susan -“Recuerda, el cáncer no es un desvío en tu vida. Esto es tu vida”, escribió- y editado las fotos sin permiso del hijo, en busca probablemente de un reconocimiento documental como tuvieron otros grandes de la fotografía americana como Eugene Richards o el propio Richard Avedon, que había fotografiado el cadáver de su padre y publicó las fotos.