Tapas 38 / Noviembre 2018
Es difícil de imaginar. Como tú si nos lees, la comida me proporciona placer, pero me olvido que puede ser doloroso. Abro la puerta y sobre el viejo felpudo que todo lo sabe de mis pisadas recojo El País -casi sin darme cuenta escribo «la edición impresa de El País» -. La contraportada cuenta la historia de Margot Wolk, «La catavenenos de Hitler». El titular merece la contraportada.
El dictador tenía 15 catadoras pero solo Wolk sobrevivió a la guerra. Escapó en el mismo tren de Goebbels. Todas las catadoras eran mujeres. ¿Porqué solo mujeres? Los malos malísimos son así. Una novela escrita por Resella Postorino, «La Catadora. Lumen», recrea en primera persona la vida del paladar más peligroso del siglo XX.
Parece que Hitler no era buen comedor, que tenia problemas estomacales, y que padecía flatulencias. Un nazi lleno de gases. Su propio estómago era una cámara de gas por su afición a las habas de soja. Pobre mito, que fácil es para un pedo destrozar la historia.
Wolk y sus compañeras cataban todos los platos una hora antes. Y si ninguna mostraba síntomas de envenenamiento tenían luz verde. Digo yo que se enfriarían ¿no?
Cuando lo pensamos hoy nos rasgamos las vestiduras pero el uso de escudos humanos para evitar envenenamientos políticos se ha repetido a lo largo de la historia.
No tengo la menor duda que mientras lees esto algún sátrapa y sus servicios secretos tienen activas medidas de seguridad como estas. Tampoco tengo duda que otros alimentos de los que consumimos en el lineal
del super también nos envenenan, lentamente, pero claro, ni tu ni yo tenemos servicios secretos porque, afortunadamente, no nos ha dado, aún, por invadir paises escuchando a Wagner como decía el viejo Woody Allen.