Forbes 39 / Diciembre 2016 – Enero 2017
Cuando se llora a Fidel Castro, o cuando se aplaude su muerte, se está celebrando con la liturgia y la protesta, el éxito o el fracaso rotundo de un sistema económico. No se llora a la persona. No se está decapitando al líder. Se está juzgando el éxito del sistema. Y se habla de los presos políticos en la misma balanza que la solvencia del sistema sanitario. Y se funden imágenes en los informativos del éxodo del Mariel, con el exilio cubano y las tertulias del Nobel García Márquez y su escuela de cine latinoaméricano.
El mito para algunos, la leyenda para sus biográfos o el tirano para otros es solo la consecuencia de un sistema económico que está en juicio, para pocos ya en su sano juicio tras la escapada de China hacia un capitalismo sui generis.
En su expresión más simple, de lo que estamos hablando tras la muerte de Fidel Castro es de un modo de repartir el dinero. De un modo de convivir con lo que necesitamos para existir: alimentos, educación, sanidad, oportunidades y unas mínimas normas de convivencia.
A partir de esto, ante la manera de entender el mercado por parte del capitalismo y también de respetar las libertades, la ausencia o la huella de Fidel Castro, como de tantos otros líderes, supone solo una pincelada. No parece haber alternativas a la sociedad de mercado libre que sean capaces de sostenerse. El liberalismo presume orgulloso de su triunfo y oculta las grandes desigualdades que produce. El sistema económico socialista presume de igualdad y al tiempo cercena la libertad individual para conseguirlo. Si la historia absolverá o no a Fidel Castro lo dirán los nietos de mis hijos. Mis hijos hoy están recogiendo kilos de garbanzos para el Banco de Alimentos porque aún en España hay gente que necesita comer.