Una mañana en la Feira da Ladra, el Rastro lisboeta

De haber sido el escritor Andrés Trapiello (70), luso y no leonés, el mercado de cachivaches de La Ladra tendría libro propio. El Rastro: Historia, teoría y práctica (Destino), manual que tengo bien subrayado sobre los usos e intrahistorias del mercadillo madrileño, habría de tener su edición portuguesa referida a la Feira da Ladra lisboeta.

Una mañana de ese invierno, que tan bien describió el ubetense Antonio Muñoz Molina (68) en su Invierno en Lisboa, paseo por la Ladra en busca de tesoros y me acuerdo de Mira el Río Baja. Como El Rastro, la Ladra te exige dos cosas: madrugar y ser observador. 

Todos los mercadillos, sobre todo los de vendedores pillos para compradores avispados, tienen mandamientos parecidos para visitarlos: ayuda mantener la boca callada, desde luego en la Ladra saber portugués, no ir vestido de turista, dejarse la cámara de fotos en casa y sacar el móvil sólo lo imprescindible, no llevar reloj puesto porque encasilla al comprador en función de su poder adquisitivo, visitarlo en los días difíciles (en los soleados, hasta los tontos se dan un paseo por allí) y hacer como que no se quiere comprar lo que realmente se desea. Conozco gente que se aprende el decálogo del comprador de mercadillo a la primera, apenas con un guiño, y a otros, los más, que son incapaces de regatear porque el rubor de sus mejillas los delata. La mentirijilla y el disimulo son técnicas que conviene practicar entre semana.

Lo primero que tendría que aprender mi tocayo Trapiello es que la Feira da Ladra, en el Campo de Santa Clara, no abre en domingo, sino los martes y los sábados. Como pasa y pasó en El Rastro, las mercancías robadas fueron origen del mercadillo. Los peristas en Madrid y en Lisboa se han sofisticado y están más en Wallapop que en las calles. Voy en sábado porque vine a Lisboa de puente largo, pero estoy seguro de que es el martes el día de las compras buenas.

Como en mi Rastro, ir en busca de lo útil es la mejor manera de perder el tiempo, de que te timen, de ser un panoli, de que te regañen al llegar a casa cuando presumas de ganga. A La Ladra se va a buscar lo inútil. Si te llevas algo a casa quítate de la cabeza que lo elegiste tú, te adoptó el chisme a ti, le pareciste buen tipo, quiso conocer tu casa y estaba harto de estar allí expuesto a la intemperie. Como el dicho de Cortázar que cuenta que es el reloj el que nos lleva a nosotros y no nosotros a él. 

De eso sabe mucho mi amigo Carlos Galán, que como Trapiello no hay Rastro dominical que no abra y si puede cierre antes del aperitivo, a la espera del partido del tardeo rojiblanco de su Atlético de Madrid, si es que juega.

Los lisboetas que conocen El Rastro presumen de que la Feira Da Ladra es lo que fue El Rastro antes de la ordenación, y tienen razón. La ordenación de El Rastro, y aunque la apertura sabatina del madrileño le da un punto de ilusión, y su regulación, han sido el peor enemigo del mercadillo.

El Rastro debe su nombre al rastro de la sangre de las reses matadas en aquellas cuestas hace siglos. La Ladra nació en el barrio de Alfama en el Medievo como comercio de mangantes y descuideros. Ladra significa ladrona en portugués, así que poco que añadir del origen del mercadillo. Otra teoría, que a mí me parece más antipática, sostiene que el origen sería la Feira da Ribeira y que la palabra Ladra tendría su origen en la expresión Lada, que hace referencia a la margen del río. Ustedes elijan. Poco parece importarle a turistas y vendedores (que deben estar inscritos en la Câmara Municipal de Lisboa para sacarse unos euros), y mucho menos a los objetos, las artesanías, los azulejos, los cachivaches y a las baratijas que campan a sus anchas en el de Lisboa y van perdiendo territorio en el de Madrid.

Regatear en portugués es más cantarín, más elegante, menos brusco, más juguetón, y mucho más difícil para un español, porque al español el portugués nos ve como al que dar el sablazo. Cosa que no pasa al revés, porque, como es sabido, los dos países viven de espaldas. Ellos con la sensación de que se nos va la fuerza por la boca, y que no dudaríamos en «invadirlos» en cualquier estornudo. Y nosotros, como vecinos simpáticos, que se mueven despacio, que hablan bajito, gente que nos cae muy bien, pero a los que no consideramos rivales como se recela de un argentino o de un italiano. 

Los dos son mercados de pulgas, traducción más o menos literal del término francés Marché aux puces y parece obvio el porqué: las ropas usadas que se vendían en estos lugares garantizaban el contagio del Siphonaptera, un parásito hematófago (que te chupa la sangre), a bestias y humanos. No quiero olvidar que la pulga es buena saltimbanqui, de ahí el viejo oficio de domador de pulgas, un trabajo que su cúspide profesional puede alcanzar el empresario de circo. Tener un circo de pulgas ha sido siempre mi vocación frustrada, y es por eso por lo que no hay ciudad con mercadillo decente en la que no madrugue y patee, y siempre, por inútil que sea, me compre algo. 

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