A Gabriele Micalizzi una cámara Leica le salvó la vida. Hace un par de meses en Siria el misil de un bazuca le pasó delante de sus morros justo en el preciso momento en que se disponía a disparar una fotografía. Gabriele Micalizzi es italiano, tiene 35 años y da muy buen rollo. Ya no usa papel, solo digital. La instantánea a punto estuvo de ser la definitiva.
Le tengo delante, vestido de negro, de negro fotógrafo de guerra porque la guerra no es de camuflaje sino negra carbón tiznado, con un petate gigante, sucio, de fotógrafo de guerra. Estoy en Leitz Park, en Wetzlar (53.000 habitantes) el cuartel general de Leica (pronúnciese Laica, el acrónimo de Leitz y Camera) a una hora en coche del aeropuerto de Fráncfort.
Gabriele que estuvo en la batalla de Mosul y también en Libia cuando Gadafi cayó, se ha dejado el pelo largo, ha perdido un dedo, le queda un muñón que lleva vendado pero sonríe feliz. “El misil me pasó a diez centímetros, pero la explosión me pegó de lleno”. Hubo un disparo simultáneo, el guerrillero del bazuca del ISIS y el fotógrafo. “La cámara me golpeo la cara y me reventó el ojo. Cuando recobré la consciencia estaba tumbado en el suelo, pensé que era el momento que iba a morir y no estaba enfadado, me pareció bien porque estaba haciendo lo que me gustaba, disparar fotos. No veía nada, mi ojo no podía abrirse”.
En el macuto, Gabriele lleva encima las dos cámaras Leica que le salvaron la vida. “Estuve a punto de dejarme morir pero lo que me salvó fue que pensé ‘antes de palmar me gustaría muchísimo fumarme un último pitillo’«. Y en ese momento los soldados americanos se lo llevaron. Primero, a la ciudad más próxima en helicóptero y en unas horas, al hospital americano de Bagdad. “Aunque no lo creas, fue el cigarrillo el que me salvó la vida, porque me hubiera dejado morir”, me cuenta Micalizzi aspirando nicotina en el patio de la Leica house.
Gabrielle me enseña la fotografía de la Leica con el objetivo lleno de sangre y te acojonas. Es un gran fotógrafo. No lo es sólo porque estuvo apunto de palmar sino porque tiene ojo. El ojo del que sabe ver.
Y ha tenido suerte y ha recuperado el suyo. El italiano Andrea Pacella, que acaba de estrenarse como director de Global Marketing y Comunicación de Leica, tiene un as en la manga. Las cámaras de Micalizzi van a formar parte del Museo Leica que pronto abrirá en Leitz Park y le entrega dos cámaras nuevas: una SL y la nueva Q. Dos maravillas para cualquier amante de la fotografía. Gabriele está tan contento como un chiquillo. “Quizá las rompa otra vez”. Me ofrece un cigarro pero yo en vez de aceptar echar humo por la boca… me parto de risa.
La historia de Gabrielle brilla con luz propia esta mañana de jueves en una Alemania cuya economía ha vuelto a crecer y que me recibe con un sol espléndido y 24 grados. Todos hablan del buen tiempo. A escasos metros, los obreros especializados pulen las mejores lentes del mundo vestidos con bata blanca y gorro de manipulador de alimentos.
Pero hoy el aplauso más grande no es para el fotógrafo milanés, es para un mulato de 54 años que ha conocido los amores de Nicole Kidman y también los de Vanessa Paradis, y que tuvo su única hija, Zoe, con Lisa Bonet, la adolescente de la familia de Bill Cosby. Leonard Albert Kravitz, Lenny, hijo del cineasta judio Sy Kravitz y de la actriz afroamericana Roxie Roker (muy famosa por su papel en la sitcom The Jeffersons).
Kravitz es embajador de Leica y en medio de su gira alemana presentó el pasado jueves su segunda colaboración con la marca. El contrato nace de la pasión de Lenny por la fotografía en blanco y negro. La editora Tenues publicó hace un par de años su primer libro, Flash, en el que Kravitz se baña en los efluvios de Cartier-Bresson y Eugene Richards. Y no lo hace mal. Nada mal. Lenny me firma un libro para Javier, sin dudar como escribirlo, “mi guitarrista es el chico de Goya Toledo”. Mundo pequeño.
Hace dos años también “firmó” una edición limitada bautizada Leica Monochrom (digital, sólo dispara blanco y negro) bautizada Correspondent, en homenaje a su padre que estuvo un año en Vietnam. “La cámara de mi padre, la verdad, la he perdido. Ya sabes en aquellos años vivía con una mujer… imagínate, hermano… éramos muy jóvenes” recuerda Lenny, parapetado con unas lentes de aviador de espejo.
Hoy el claim pone el foco en la vida en la carretera, y Kravitz presenta una nueva edición limitada (22.000 euros aprox) de la Monochrom bautizada Drifter (vagabundo), de color caramelo con funda de leopardo (“llamé a Stella McCartney para que me aconsejase los mejores proveedores”). Carine Kauffman, directora de las reputadísimas Leica Gallery hace de anfitriona y saca de Lenny buenas respuestas. “¿Como puedes fotografiar a la gente en la calle con lo famoso que eres?, pregunta: “Aunque parece a priori una dificultad, hay gente que al reconocerme, me ofrece una cara, una pose que no harían ante un fotógrafo anónimo… Otras veces intento que nadie me reconozca… y créeme, puedo llegar a conseguirlo”.
Todo hoy parece empezar por K hoy en Wetzlar, Kravitz y Kauffman conviven. El Doctor Andreas Kauffman, propietario de Leica, ha construido un sensacional “parque” alrededor de la fábrica, con hotel, cine y cafés y hace de anfitrión entre los invitados llegados de todo el mundo. “Colecciono cámaras, claro, para el Museo Leica, y también fotografías”, me cuenta recién llegado de Los Ángeles. “Pero… sólo colecciono fotografías en las que aparece un sujeto con una Leica”. Bien tirado, sí señor. “Tengo el primer selfie de la historia, una foto tomada en 1839 por el químico Robert Cornelius. Se trata de un autorretrato que fue captado en un espejo”.
Kravitz se deja retratar por el mejicano Humberto de Hohenlohe, que presenta al rocker con una cazadora Lee rojo amapola y se queda con todo el mundo. Fotógrafo, interiorista y trotamundos, pone la guinda de glamour al nacimiento de un nuevo mito en la historia de la fotografía. Dan ganas de echarse un pitillo, el último pitillo.