Tiradme de las orejas

Este mes cumplo 50 castañas. Y resulta que me caen el mismo día en el que al canalla de James Gandolfini le reventó la patata en un hotel de Roma. Hace dos años. Ya es mala hostia. Hasta los 48 la efeméride era sólo mía y de los míos, pero hace dos años que la comparto con el bueno de Tony Soprano que aún llora ante su psiquiatra la ausencia de su colega.

Nací en La Milagrosa cuando mi madre acababa de cumplir veinte años, a las tres de la tarde, y los astros me castigaron con la maldición del soñador. Así que vivo esclavo de mis ilusiones de quijote. Aquí van (algunos) de mis planes (publicables) para el próximo medio siglo: quiero dar la vuelta al mundo a vela, pasear de nuevo bajo las estrellas de Benarés, conseguir que no se me pase el punto del arroz negro, disfrutar de La Habana antes de que los McDonald’s se la engullan y aprender algo que no pensaba aprender. Darme una vuelta en la Triumph que estrelló Bob Dylan.

Me gustaría escribir un best seller, no por la pasta sino por demostrarme que es una cuestión de técnica. Me liaría la manta a la cabeza y sería inmensamente feliz editando un periódico de papel rentable. Un periódico en el que pudieras escribir. Un diario que se permitiera el lujo de darle su portada a una sola fotografía, sin texto alguno. Me presentaría a alcalde de tu pueblo si sólo lo habitaras tú. Haría la mili, que aún no la he hecho, si me dejaran pasarla de locutor de Good morning, Vietnam.

Quiero pilotar un helicóptero como el que cuelga en el MOMA. Y sobrevolar Manhattan escuchando a Camarón. Es posible que regale todo lo que guardo en casa. Quiero dejar de tener vértigo. Que José Tomás me deje explicarle que para mí editar es lo mismo que para él torear, una liturgia. Dejarme el pelo largo. Ir a buscarte hasta el Japón.

Seguir sin tatuarme nada para que cuando muera y los dibujitos y mi cuerpo se encojan en un amasijo de huesos y pellejos, los tattoos no se me queden flacuchos.

Tocar el contrabajo en el Carnegie Hall. Que Chuck Berry me deje tocar la batería para él. Invocar en la güija al espíritu de Avedon y que me cuente sus sueños. Dejar de comprar por impulso. Impedirle al alzheimer que me venga a visitar. Seguir llorando cuando lo necesite. Y llevar las gafas limpias.

Si, como yo, eres de los que guarda su mejor botella de vino para la próxima celebración, te propongo que te la bebas según acabas de leer esto. Y si la próxima visita en casa te pilla con la nevera vacía, pues bajas al chino y buscas algo. Y si me ves por ahí pues me tiras de las orejas, como en el cole, cincuenta veces y así mientras duran los tirones me hago chiquillo de nuevo.

Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez

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