Hace tiempo que aprendí que el camino más corto entre dos puntos no es la línea recta. Te lo puedo demostrar. Escribo esta carta a las 17:35 del segundo día del verano, sentado en la fila 12A (ventanilla de emergencia) de un vuelo de Iberia destino a París. Dos filas más atrás, también en ventanilla pero a estribor, un hombre con barba de cuatro días, gafas de pasta negra y el pelo recogido en un moñete, acompañado de una mujer –atractiva– que parece tener una relación sentimental con él, lleva el Esquire (y su Big Watch Book), bajo el brazo. Apretujado, no le importa que se le arrugue. Yo nunca cojo así la revista porque siempre la mimo para llevársela a alguien sin ningún pico arrugado.
Mi radar de editor le descubrió al embarcar. Divisé el azul cielo que elegí para el logotipo con barniz UVI brillo sobreimpreso sobre la cabezota de Bill Murray en el número de junio. Y me dediqué a observarle tras la máquina de vending, esa hija de puta que te cobra una botella de agua a 2 euros. “Ése es ‘el lector’”, me dije por lo bajini. Del que hablamos siempre en las reuniones. Del que presumimos ante los anunciantes. Del que imaginamos saberlo todo. Es el tipo del que pasamos a tope cuando nos da por escribir para nosotros mismos o para que las agencias de comunicación nos manden una botellita de rosado.
Voy a intentar mandarle un mensaje telepático. Parece que no lo recibe. Qué poca cobertura telepática tenemos a 10.000 pies sobre la tierra. Serán los Pirineos. No me planteo saludarle. Sería vanidoso. “Hola, esta revi la hago yo (y mis compis)”.
Me da por pensar que no hubiese escrito la misma carta si el lector del asiento 16F hubiese llevado bajo el brazo una revista de la competencia. Claro que no.
Si es cierta mi teoría de que en la vida hay que elegir siempre el camino difícil, leerá esta carta en el mes de julio. O en agosto. En pelotas en la playa o en un refugio de montaña. O la leerá su chica y le despertará por la noche tras haber hecho un amor de esos de sábanas pegajosas y camiones de la basura ruidosos. Si es así, si lees esto y volamos juntos a París, escríbeme. Ya cuento los días. Si me escribes, lo pondré en mi Twitter y así quedará demostrado que el camino más corto entre alguien que escribe una carta en una revista y el que la lee no es el más fácil.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez