En la redacción hay un fantasma. Y ese fantasma soy yo. Me gusta ir a la redacción cuando no hay nadie ya. Las fiestas de guardar son mis favoritas, puentes incluidos, pero la verdad es que no tengo norma fija. Voy a la redacción cuando su espíritu me llama y me pide que vaya. A buscarme dentro. A respirar hondo. Desconecto la alarma, amortiguo los sensores de movimiento, y me zambullo en la falsa calma de la sala de noticias en la calle del viejo médico Juan Fourquet Muñoz, que murió de tuberculosis cien años antes de que el que escribe esto viniese al mundo.
Me gusta pasar tiempo en la redacción cuando está aletargada. La recorro como un espectro, pero sin camisón ni grilletes de bola, recreándome en los sonidos del silencio. Y lo hago porque en la redacción, vacía de compañeros, escucho lo que no percibo a oír en medio del barullo, y veo lo que normalmente mis ojos no llegan a vislumbrar.
Nunca voy un día concreto. Aparezco de día, pero también me presento de noche. Os invitaría a acompañarme porque se trata de un acontecimiento único, pero reventaríais la fiesta. Nuestra redacción es caliente. Podría freírse un huevo en el suelo cuando estamos de cierre. Su hervor desprende más hogar que miles de chimeneas, en un concierto de voces, tacones, mensajes sonoros y repiqueteo de los dedos en los teclados.
Una redacción es una rebotica. Una redacción, que en guiri es newsroom, es para muchos un hogar en toda regla. Para otros, a veces, no siempre, su verdadera casa.
Si la vieras en silencio sentirías la presión de la energía en reposo. Por eso, cuando la redacción está vacía, como una de esas curvas de la carretera sobre las que ruedan matojos secos, las voces de los colaboradores resuenan en una psicofonía. Los temas que tenemos en la nevera se escapan del refrigerador y se ponen a jugar al corro de la patata. Hay
llamadas perdidas que se ponen de acuerdo para sonar al unísono. Incluso he visto a una página pasarse del corcho de una revista a otro para conocer una tipografía que le estaba haciendo tilín. Pero lo más inquietante es cuando las pantallas de los ordenadores se encienden simultáneamente, y al grito de “copia de Seguridad Inmediata” iluminan la estancia en homenaje a la niña de Poltergeist. Cuando eso sucede pego un respingo, recojo mis trastos, corro a la alarma, tecleo la clave y cierro con llave. Dejo de ser un fantasma y me convierto en un hombre más, camino de mi casa, mi segundo hogar.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez