La higuera se burla de mí. Y yo de ella. Yo me río de los ocho troncos que necesita para que sus ramas no besen el suelo como el Papa de Roma. Y ella se ríe de mi ambición por dejar poso en estos terruños. Me apiado de sus hojas rugosas, semicerradas para protegerse del sol mediterráneo que lo quema todo. Creo que soy capaz de percibir cómo el sol endulza sus higos ya negruzcos con esas estrías que recuerdan los muslos de una mujer que ha parido muchos hijos.
La higuera (Ficus carica en latín) ha vivido más de mil invasiones. Comieron sus higos los fenicios que dejaron la bahía llena de ánforas rotas durante la travesía. Se alimentaron con ella los bereberes que paraban en la isla para tirar los alimentos maltrechos, cargar de agua la nave, aprovisionarse de fruta y de paso hacerle el amor (a menudo a la fuerza) a las mujeres de la tierra, si es que antes no se escondían en alguna de las cuevas que agujerean el suelo que piso.
Me burlo de la higuera cuando veo que la pintan el tronco de blanco, con cal, para que no la suban los insectos. Pobrecita, siempre con el mismo traje. Ella se ríe de mí que intento ir a la moda, que sueño con un jardín, que pienso que aún tengo 20 años.
Es el verano que evapora mis sentimientos como el sol derrite el asfalto y cuando vas conduciendo, al doblar un cambio de rasante, ves efluvios sobre la carretera y por un momento te imaginas que eres el prota de un videoclip de Aerosmith y que la MTV aún marca tendencia. I want my MTV!, susurro y la higuera que lee todo lo que me pasa deja caer un higo al suelo para decirme que me despierte y que disfrute el momento, que ella va a cuidar de mí. Y entonces nos hacemos una foto juntos.
Carta publicada en Man on the moon por Andrés Rodríguez