Octavo piso. La Sagrada Familia de fondo, con sus luciérnagas rojas que titilan para evitar disgustos aeronáuticos a Gaudí allá arriba. La última noche del verano. Habitaciones y apartamentos frente a Santa Eulalia, la multimarca más chic de la ciudad. El ceviche nada en leche de tigre de Gastón Acurio. El servicio es solícito, internacional (te habla en inglés con más facilidad que en castellano). La carta de vinos es corta pero eficaz. Pido un Chablis mientras leo las memorias de amor viudo de Fernando Savater, iluminadas por la luz potente y discreta de la lámpara Follow Me que Inma Bermúdez ha diseñado para mi amigo Javier Marset. El ceviche está a la altura (un octavo), las vistas embriagan y el libro emociona, hasta que la camarera me trae una copa de plástico para servirme el vino. ¿De plástico? “Es la ley”, afirma. No sé por qué me viene a la cabeza, antes siquiera de poder pronunciar una sola palabra, el título del álbum de Radio Futura La ley del desierto, la ley del mar (1984). “No podemos servir nada en copa de cristal por la piscina. Debe ser que algún turista se descuidó…”, añade. “¿En la piscina? –pre-gunto– ¿O por la barandilla?”, respondo.
¡Ay madre! Teníamos tantas ganas de Olimpiadas, de salir del aislamiento, de sentirmos libres, europeos, de beber vinos franceses, ceviches peruanos, de convivir con lo mejor de cada casa, como iguales… Y ahora tenemos que beber el mejor vino en copas de plástico, que no pesan, que si se caen rebotan, que están rayadas como el cristal de esas gafas de bucear que uno rescata de verano en verano. Por suerte ya es otoño.
Artículo publicado en T Magazine por Andrés Rodríguez