Un calambre en el cerebelo y el espinazo se me dobla como una escarpia.
Me despierto de madrugada con la idea de portada. “El mundo está del revés”. Me jode mucho despertarme, porque sé que el resto de la noche ya no dormiré igual, pero estoy contento con la idea. Aún tendré que esperar más de ocho horas para probar en la redacción si se trataba de una pesadilla o si el boceto se entenderá. ¿Corro algún riesgo por dar esta portada? Lo pienso dos veces. ¿Venderé menos ejemplares? Lo pienso tres veces. ¿Perderé anunciantes?
Me la llevo a casa, la pongo en la nevera con unos imanes de letras y en las cuatro esquinas la sujeto con las mayúsculas que forman la palabra miedo.
A la mañana siguiente ya sé, aunque no se lo he contado a mis compañeros de la revista, que la publicaré. Me convencieron mis tripas, las mismas que rugen si no como, las mismas que se encogen cuando lloro. Claro que no corro ningún riesgo. Sigo frente a mi ordenador, en mi zona de confort, en esa vieja Europa que parece una de esas señoras del barrio de Salamanca que se aferran a su bolso muy ofendidas porque ahora las mujeres y los hombres también se besan por la calle.
Basta ya. Oigo por la radio que el gobierno español ha accedido a dar asilo a 87 inmigrantes y casi me tiro a la calle a parar el tráfico y dar voces. ¿Alguien se acuerda de cuando nuestros abuelos huyeron de la Guerra Civil a México? España se comprometió a acoger a 16.000 refugiados, la tercera cantidad más alta de Europa después de Francia y Alemania. Hasta ahora llevamos 18. ¿Es éste el mismo país que nos hace vibrar a todos cuando Nadal gana un partido de tenis? Las imágenes de los campos de refugiados en la frontera de Macedonia demuestran que el hombre es y será un lobo para el hombre. Me muero de vergüenza. No importa que no la tenga nuestra clase política. Lo que me importa es que me avergüenzan a mí, como ser humano. Me queda el voluntariado. Y fue ahí donde hice click. Me queda esta portada.
Pudimos hacerla más dramática. Que la imagen, como la del niño ahogado, se te agarrara de los huevos, pero entonces tú, para defenderte, no la dejarías en la mesa del salón de casa. Ni hablar. Quiero que, si te dejas, se quede contigo unos días, a ver si así te pilla en un momento más tranquilo. Que se quede mientras te comes la paella el domingo, mientras compras online, mientras piensas dónde ir de vacaciones. A ver si hay suerte y cuando tu vecino entre a pedirte sal, al verla se queda en silencio y se olvida de lo que iba a pedirte. Pon este mundo del derecho. Yo solo no puedo.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez