Corten. Soy de sesión continua. De 24 horas de maratón de terror en los Cines Ideal. De pase doble. De cine club con destornillador en vaso de plástico. De los que fumaban en la platea y comían pipas hasta sangrarle los labios. Soy, como tú, un hijo del cinematógrafo.
Conozco el sabor del sexo bajo el proyector, hasta que el acomodador te enchufaba la linterna a la cara porque le diste poca propina. Si quieres te bailo, tiznado, la coreografía de Dick van Dyke en los tejados de Mary Poppins. Aún me estremecen las sanguijuelas de Charlie Allnut, porque bauticé a mi barco La Reina de África. Hablo hindi como Peter Sellers en El guateque. Y si veo un birdy, pues ñam, ñam. Sé aterrizar aviones como Kareem Abdul-Jabbar en Aterriza como puedas. Toco la harmónica como Dan Aykroyd. Y todos saben que más de una vez crucé el río –silbando El puente sobre el río Kwai– vestido de Mowgli para ver a la chica de la aldea del hombre llenar su cántaro.
He vivido encima de uno. Del cine Fantasio de Madrid. Y quise comprar dos o tres de sus butacas de contrachapado. La taquillera me tomó por loco. Allí aprendí a pronunciar Fronkostin como Martin Feldman. Le he cortado el pelo a mi mujer, como me enseñó Jean Rochefort en El marido de la peluquera. Toco el piano con la mala hostia de Michael Nyman. Me parezco a Harvie Keytel y De Niro me copió el tatuaje de nudillos para El cabo del miedo. Estrené en España, como editor de Esquire, la primera película de Tom Ford. Y cuando le montamos la fiesta de después, se escapó enseguida porque todos fumaban dentro.
Me he dejado barba a lo Lincoln, imitando a Gregory Peck en Moby Dick, sé que así se cazan mucho mejor los cetáceos. Era yo quien soplaba el pecho de la gorda de Amarcord. Fui el puto amo de Las Vegas con Pesci en Casino.
Me he descojonado con mi abuelo viendo al Gordo y al Flaco hacer el bobo. Tati era mi tío.
He ido a cines donde los quinquis tiraban lapos desde el entresuelo. Ahora que manejo, sé que el mejor cine del mundo es el Electric de Notting Hill, con champagne incluido y sillas VIP. Y lo sé porque he pasado un frío pelón en otros de más de mil butacas y apenas una decena de colegas. Aprendí a escribir a máquina con El resplandor. Y a respetar a la familia, cortando ajo con cuchilla de afeitar en la cocina de los Tattaglia.
Cogí fiebres en la Guayana francesa cazando mariposas con Dustin Hoffman en Papillon. Rematé a puerta en Evasión o victoria. Bailé con una novia amish en un granero al ritmo de Sam Cooke. Adoro a Saul Bass y colecciono sus posters. Hitchcock se me aparece por las noches. He proyectado en 16 mm. toda la filmografía de Bud Spencer y Terence Hill para sacar pasta con la que comprar tiendas de campaña. Seduje a Jessica Lange sobre la mesa de la cocina porque sabía que el cartero volvería a llamar. Me hice colega de un indio que se hacía el mudo en un manicomio. Hostias, con el electroshock. Aún me duele.
Y aún guardo en un papel la contraseña que me pasó Tom Cruise el día que Kubrick desnudó a su mujer para un casting: Fidelio. Mi viejo tenía un tomavistas… ¿Dónde andará?
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez