¿Me he vuelto un gilipollas?

Hay días que no me resisto. Que no estoy de acuerdo y me da por protestar. Como me pille cascarrabias la madrugada que Rodrigo me lanza el cuarto aviso para que le entregue la carta, el dedo se me pega al gatillo y al apartarlo mi huella dactilar se ha borrado. ¿Qué tendrá que ver la vida con tu teléfono móvil? ¿Por qué diablos lo que no está escrito en el teléfono parece que no existe? ¿Por qué si no me llaman creo que no me quieren? ¿Pero es que te has vuelto gilipollas, Andrés?

¿Por qué crees que un mensaje de texto en el que te dicen “Te quiero” es igual que un abrazo en la estación del tren? Ese abrazo que el cine nunca, nunca, podrá reproducir en 3D.

¿Por qué la mentira, esa herramienta tan fácil de usar y tan difícil de dejar de usar, se lleva tan bien con el WhatsApp? Acaso será la maldición del viejo Graham Bell (él solo patento el aparato, el verdadero inventor fue Antonio Meucci), al que una mañana hace 138 años se le cruzaron un par de cables para que hablásemos entre nosotros y ya… no nos hablamos. Cómo echo de menos los berridos de la señora María desde la ventana para que subiésemos a por el bocata de Nesquik con mantequilla.

Acaso el susurro de una voz, un carraspeo, esos tres segundos de silencio, esos cinco segundos en los que intuyo que lloras y yo me derrumbo. Acaso esos malditos 140 caracteres tienen algo que ver contigo y conmigo. Grita conmigo: “¡Que les den por el culo a los likes del Instagram!”. Comunicarse, desde que los cavernícolas pintaban batallas con la sangre fresca de la caza en las paredes de Altamira, es mirarse a los ojos y saber que merece la pena seguir, y que habernos mentido hay que olvidarlo cuanto antes. Así que deja de medir el tiempo en el que deberías o no contestar ese mensaje de WhatsApp. Llama.

¿Acaso la suavidad de la piel de un bebé no es el mensaje más tremebundo del universo? “¿Sabes papá que, como no teníamos los babys con nuestros nombres escritos, sabemos de quién es cada uno por el olor? Conozco el olor de todos mis amigos”, me dijo un día, así como si una carga de profundidad de esas se pueda soltar sin avisar, uno de mis ‘nanos’, mientras las piernas que me sostienen se me pulverizaban como el malo de La Momia. Y me vi convertido en arenisca. Y me tuve que reconstruir para que mi hijo pensase que su viejo le protege, y que no es él quien me lleva a mí, cuando sólo soy el farolillo rojo del convoy, y que su inocencia es la  locomotora de mí y de todos.

Me dedico a comunicar. Por eso me interesa tanto la incomunicación. La propongo como el octavo pecado capital.

¿Acaso no hay mayor dicha que las visitas guiadas se confundan de sala? Voto porque se bloqueen las audioguías. Que el viento role y la luna llena te invite a bailar una noche  de agosto. Que, por Dios bendito, tu mano vuelva a rozar la mía una tarde de verano frente a El jardín de las delicias. En la tienda de postales. Un roce de todo a un euro. Imaginando que una postal nos sirve para llevarnos a casa el perro pintado por Goya. Y luego perderse por la calle Huertas. Y tomarse unos pinchos con cañas en La Dolores, que así se llama mi vieja. Va por ti. Guapa.

Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez

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