Esquire España cumple en unos días 100 números y es momento de reírse un poco de las penas y celebrar los éxitos. A continuación algunas de las cosas, no todas, que (casi) nunca he contado como editor y director de la revista.
Nunca había vendido una sola página de publicidad en mi vida. Pero eso no era lo importante en la primavera del 2007. La revista estuve apunto de editarla en sociedad con Planeta, gracias a la gestión de José Sanclemente, ex CEO del Grupo Z, entonces en el Consejo de Administración de Prisma publicaciones. El matrimonio parecía conveniente hasta que uno de sus ejecutivos me ofreció quedarse con el 95% de la compañía. Le pregunté: “¿Y cuando llegue la crisis y haya que decidir entre poner en portada una chica con poca ropa o el retrato de un hombre feo, quién decidirá?” Y me contestó: “Nosotros.” Así que le invité a comer y le dije que no, que quería ser editor y jugar el partido.
En Nueva York, George Green, ex presidente de Hearst Magazine International, el hombre que inventó, repito, que inventó el sistema de licencias de revistas en el mundo ya había decidido concederme la franquicia de la revista. Durante años pensé que le había caído en gracia, pero ahora sé que me permitieron editar Esquire porque nadie, nadie la quiso en España. Esquire es una de las revistas más difíciles del mundo para editar y dirigir, en la mayoría de los países del mundo pierde dinero, pero eso lo sé ahora.
Nunca olvidaré el único consejo de Green mientras le presentaba mis ideas editoriales para competir con GQ y las desaparecidas Man y FHM. “Andrés, haz lo que quieras, pero no te gastes dinero en pagar la fiesta de lanzamiento”. George Green bebió gratis en Madrid el día de la fiesta de lanzamiento para la que convencí al embajador de Estados Unidos Eduardo Aguirre que nos alojara en su residencia. “Lo único que te pido, Andrés, es que si hacemos la fiesta aquí me traigas a Julio Iglesias. Mi mujer está encaprichada con él. No pido más”. Julio, al que invité, no vino, pero el embajador cumplió su palabra. Aún recuerdo, en pleno festejo, alrededor de su piscina, con el logotipo de Esquire flotando sobre las aguas, su advertencia: “Por lo que más queráis no os tiréis a la piscina, que entonces salen policías de todas las esquinas y no me hago responsable”.
Nuestro tercer número dio que hablar. Javier Bardem ocupó la portada cuando aún nosotros no habíamos conseguido cobrar ni una sola página de publicidad vendida. Mi hermano, una mañana, me dio la voz de alarma: “Andrés, tenemos un saldo de 3.000 euros”. Aprendí que los publicistas nos iban a intentar joder la vida porque para ellos los medios somos un instrumento de promoción. Promoción es una de los eufemismos para llamar a la propaganda barata. Fue entonces cuando decidí que mis portadas no dependerían ni de bookers ni de publicistas. Bardem había aparecido en una portada conjunta con los mejores actores del año, fotografiada como un montaje por el suizo Henry Leytweller en Esquire América. Yo acababa de ver en Nueva York No es país para viejos de los Cohen y estaba convencido de que Bardem arrasaría. Le pedí a Henry los descartes y publiqué un retrato memorable de Javier Bardem con el chiguagua del fotógrafo en sus brazos y un maravilloso traje de Zegna. Titulé: “Guau”. A Javier no le gustó nada de nada (se veía femenino), y me lo hizo saber a través de Carlos -su hermano-, pero la portada fue el primer gran espaldarazo para la revista. Todo el mundo quería a Bardem. Todo el mundo se fijó en nosotros.
¿Todo el mundo? No, no todos. Los bancos no. Nadie nos daba crédito. La imprenta me pedía el pago por adelantado y me sacaba una comisión extra por la compra del papel, de la que me entere más tarde. Tuvimos que rehipotecar nuestras viviendas para poder volver a pagar el papel y aprendí que la publicidad la cobraría, con suerte, a 120 días, y que debía pagar a 90 y financiar el resto. Con suerte.
Meses más tarde le di la portada a Obama, cuando luchaba contra Hillary sin saber si sería el candidato demócrata. Javier del Pino nos escribió el texto desde Washington. Tuvimos que imprimir antes de conocer el resultado y pudo pasar que hubiese ganado Hillary Clinton y en los quioscos nuestras portada apareciese apostando por un perdedor… pero cuando Barack ganó fuimos la única revista española con el futuro presidente de los Estados Unidos en la portada. Para celebrar la mezcla de suerte y olfato empapelamos las calles de Madrid con carteles de Obama con su sonrisa a lo Sidney Poitier ante el objetivo del ex ayudante de Annie Leibovitz, Martin Schoeller. Cómo olvidar aquella reunión comercial de los lunes con el equipo de publicidad de la revista en la que me dijeron: “Si le estamos diciendo a los anunciantes que somos una revista de alta gama no entendemos como podemos estar pegando carteles con la portada por las calles como si fueran panfletos”.
Y en eso llegó Steve Jobs y la volvimos a liar. Compré el primer iPhone en una de mis visitas a Manhattan y lo había pirateado para usarlo en España en un chino de Lavapiés. La revista New York había colocado en su portada a Jobs por el lanzamiento del teléfono con una magnífica ilustración que acabó ganando el premio a la mejor portada del año. La ilustración fue solo un truco ante la imposibilidad de comprar una fotografía decente de Jobs. Todos sus retratos posados eran de su propiedad. Llamé al ilustrador y le compré la imagen, escribimos un artículo premonitorio sobre como el iPhone nos cambiaría la vida y mandé a imprimir 75.000 ejemplares. Apenas unas horas antes de distribuirlos por toda España y los principales aeropuertos europeos recibí una llamada de Hearst que me anunciaba que Apple había llamado en nombre de Jobs desde Cupertino para decir que no quería salir en la portada de Esquire España. ¿Que no quería salir? Me entró la risa. La risa floja. El canguelo, escrito en cristiano viejo. Me hice el tonto unas horas, que es lo que suelo hacer cuando quiero ganar tiempo para pensar, hasta que desde NY me contaron que Apple había amenazado con sutileza pero sin contemplaciones con retirar toda la publicidad de Hearst. Comencé a hacer números. Elegí otra fotografía, reescribí el artículo (un poco) me comí los 75.000 ejemplares (no todos, tengo alguno guardado), perdí cientos de miles de euros y salí con Jobs, con otra portada y otro artículo. Desde entonces he debido gastarme en Apple, entre ordenadores para la editorial y teléfonos, más de 200.000 euros, sin incluir las revistas destruidas. Apple es anunciante de Spainmedia y yo escribo este artículo desde un MacBook.
Unos meses después llegó Ferrán Adriá. Durante una cena en El Bulli, invitado por mi amigo Mikel Urmeneta, le propuse a Ferrán crear una revista que oliese a El Bulli. La idea era sencilla pero eficaz. Ya que el restaurante iba a cerrar y las listas de espera eran kilométricas, acerquemos lo que tú hueles cada mañana a la gente. “Hagámoslo. Llama a Dario Sirerol, con él trabajo los aromas en El Bulli”. Y eso hice. Me fui a verle a Barcelona, Darío no conocía lo que era Esquire pero logré ilusionarlo. Empezó a trabajar, y estuvo casi seis meses hasta que consiguió que Ferrán le aprobase el olor que él identificaba cada mañana al despertar en su apartamento en Cala Montjoi. Sirerol me mandó la esencia y tuvimos que cambiar nuestra imprenta habitual e irnos a imprimir a Francia para mezclar el olor de El Bulli con el barniz que usábamos para destacar el logotipo de la cabecera. Titulé: «Esta revista huele».
Al rascar la cabecera de Esquire con el dedo te llegaba el olor al mar Mediterráneo. Te lo juro. Aún huele. Magia con precisión como la gran canción de Antonio Vega. A la semana siguiente recibí una llamada de Hearst: “Andrés, el Daily News habla hoy de Esquire”. «Ah, qué bien», contesté desde las batuecas… “No, no lo entiendes, el News titula Sniff cover, habla de Esquire España, no del nuestro, y la noticia ha corrido por todo el edificio. ¿Quien es Ferrán Adriá?, dice que la portada huele…”. Aquella aventura que acabó en una de las página del Daily News me costó 60.000 euros. Nadie la patrocinó. Ningún anunciante creyó en ella o nosotros no supimos convencerles.
Y así podría escribir una mil y una historias. Como tener que explicarle a los editores de Nueva York que Mortadelo era digno de una portada porque para nosotros no es un dibujo, sino un hombre interesante. Que Chebwacca puede hablar en la revista en primera persona. Que si Pedro J. sale en la portada y te firma los ejemplares los agotas en dos días. Y miles y miles de aventuras, disgustos, berrinches, compañeros que aún están, otros que se fueron, otros a los que tuve que invitar a que se fueran, otros que aun nos quieren pero trabajan para la competencia mientras luchan por quitarnos la páginas de publicidad.
No sé si 100 números son mejores que 99 o que 101 pero sé que estos años he sido el chico más feliz del barrio, y que cuando recibí el primer número de la imprenta, sentado en el número 9 de la calle Almirante, no llevaba gafas. Y ahora si no me las pongo no puedo hacer la siguiente portada, ni tampoco veo el iPhone que me hizo llevarme mal con Steve Jobs. Era más joven, pero sabía muchas menos cosas.