Primero marquemos el territorio. ¿Viste Los Pelayos (The Pelayos), la película? Año 2002. La sinopsis de Filmaffinity la puntúa con un aprobado justito: “Inspirada en la historia real de los Pelayo, una familia que consiguió su fortuna haciendo saltar la banca de los grandes casinos de todo el mundo. Narra las peripecias de un grupo de personas” -capitaneadas por Gonzalo García-Pelayo- “con pocas perspectivas de futuro a los que se les presenta la gran oportunidad: cambiar su suerte y disfrutar de una aventura que se convertirá en un modo de vida absolutamente a contracorriente, desbancar los casinos del mundo con un método infalible basado en la imperfección de la ruleta”.
Hay esta crónica, hay varios García-Pelayo; Gonzalo, director, productor -que también publicó sus memorias, Nostalgia del futuro. Luis Lapuente. 2019 para la irreductible editora Efe Eme de mi colega Juan Puchades-, que estrena dentadura estos días según cuenta en Facebook, y Javier, su hermano hippie, no menos importante que acaba de publicar lo que parece el primer volumen de sus memorias. La vida profesional de Javier es imprescindible no solo para entender la historia de la música popular, sino para comprender aquellos tiempos donde a los flyers se les llamaba octavillas. Y a las reprografías, imprentas vietnamitas.
Conclusión, el apellido García-Pelayo es una marca en sí mismo. Gonzalo aparece como el cerebral, un prodigio del cálculo y muy intuitivo, y Javier como el “caballo loco”, pero cuidado con quedarse embarrancado en estereotipos. Hay algo en los dos de esa inteligencia pícara del sevillano y de la admiración por la vida hippie y contracultural. Los dos son historia viva de la cultura de este país. Para entender a uno, conviene leer las memorias del otro. Ahora que desde Forbes escribo “que al emprendimiento español se le están quitando los complejos”, para estos dos tipos. “Los complejos” bien hubiera podido ser el nombre de una banda de rock andaluz.
Javier figura en la red de redes como actor. No es falso, pero tampoco cierto del todo. Gonzalo cuida mejor su aparición en la Wikipedia. Su filmografía incluye títulos perdidos en la memoria de la cinefilia como Todo es color, Intercambios De parejas frente al mar o la clasificada S Corridas de Alegría -dirigidas por Gonzalo-. Pero su gran mérito es haber sido descubridor, productor y mánager de Triana y Medina Azahara, entre tantos y tantos otros. Para los recién llegados, el rock andaluz supuso un fuerte revulsivo a la hora de adaptar el lenguaje anglosajón del rock sinfónico a nuestras raíces. Sin ellos, Camarón tampoco hubiera grabado La Leyenda Del Tiempo. Y eso ya es decir mucho.
Las memorias de Javier, deslavazadas y anarcoides como es él, dan testimonio de una época en la que estar tieso era lo normal. “Historia de un tieso” podría haber sido también un buen título para este libro. Nadie daba por hecho que tener éxito en el mundo del espectáculo y la cultura fuese sinónimo de riqueza. El exceso de expectativas es hoy uno de los grandes problemas de las nuevas generaciones de creadores.
Estas memorias fumetas -el hachís es tan protagonista del libro como el nacimiento del rock andaluz y sus peripecias- están llenas de anécdotas hilarantes. La invasión musical de la Cuba castrista. García-Pelayo fue el primero en convencer a la embajada cubana para contratar a sus artistas. La embajada cobraba el caché, le hacía un traje nuevo a los músicos para la gira y les pagaba como trabajadores del Estado. Sin aquel acuerdo las fiestas del Partido Comunista, una de las citas obligadas para todos, fuesen de izquierdas o no, no hubieran sido posibles. Las anécdotas de Carlos Puebla y los Tradicionales son descacharrantes: “Los trajes regalo de la embajada, cuando íbamos a Mongolia, a Ulán Bator, no abrigaban nada, se nos congelaban hasta las orejas”. Que los chilenos Quilapayún anduvieron por España como apátridas porque les pilló el golpe contra Salvador Allende fuera, y se quedaron sin pasaporte.
Que la historia del espectáculo en España alguien debería escribirla desde el punto de vista de los bares de carretera donde paraban los cómicos. “A la vuelta paré en El Pirula”, recuerda Javier, “y me encontré en la barra con Paco Gandía -cómico sevillano- que iba acompañado por un tal Mani. Cuando el Mani llevaba tres cafés, con dos molletes cada uno y pidió no sé qué más, Paco le dijo: Mani. Has equivocado la carrera. Te deberías dedicar a vender abono”. Que Javier fue uno de los que conoció y a los protagonistas de Los Mánagers, aquellos que eran de Huelva, -«iba a la mesa del Nono, hablaba con Matías…»-, el himno de Pata Negra. Que Javier García-Pelayo tiene más vidas que un gato. De cómo el Gato Pérez les enseñó a priorizar: “Nos decía que no gastáramos en hoteles caros y que reservásemos en el mejor restaurante”, corrían los tiempos del Se fuerza la máquina. El Gato falleció en octubre de 1990.
He aprendido muchas cosas del libro de Javier. Que al sistema, a lo establecido, hay que vencerle por detrás, cuándo está descansando, que tiene fisuras, y que la principal arma para darle jaque mate es la imaginación. He aprendido “que a una ciudad tienes que cortejarla para que te acepte”. “Estábamos creando una industria”, y no exagera, sobre la repercusión del primer festival en Burgos en 1975, recogido en el documental Sobre la marcha, -las memorias de Javier (Atlantis Ediciones. 392 pág.) se llaman igual-. Javier ganó 100.000 pesetas de la época con aquel festival que dio pie a uno de los titulares más famosos de la historia del periodismo: “La invasión de la cochambre”.
En la Plaza de Toros de El Plantío se estaba celebrando, sin saberlo, uno de los akelarres que darían la puntilla al franquismo. Aprendí que Burgos ha sido imprescindible para la historia del rock español, “Diego A. Manrique era el chaval que más sabía de música de Burgos (…)” y el periodismo, cantera castellana de grandes plumillas. Carlos Tena (77) también es de allí. He aprendido que no hace tanto que a uno lo podían meter preso por “abandono del hogar marital”; que El Bombero Torero, empresario cómico taurino, contrataba una parte de toreo serio para que así se sostuviesen luego sus payasadas que eran la atracción del cartel; que entonces la estratagema de un mánager para quitarle un artista a otro era prometerle que le compraría instrumentos (así le robaron a Triana, prometiéndole a Jesús un sintetizador Moog); que se nos olvida que hemos conquistado la seguridad en la calle, “los guerrilleros de Cristo Rey campaban a sus anchas”. Que cuando hay pelea, al que hay que sujetar no es a tu amigo, sino al otro, si sujetas a tu amigo pero el otro queda suelto, tu amigo se hincha a recibir hostias. Que “cuando la gala es lejos, conviene aderezarla con otra de camino que, aunque más barata, pague los gastos del fin de semana”. Que Javier fue de los primeros mánagers en firmar aquí un “contrato de cumplimiento progresivo automático” precedente de los contratos por objetivos.
Que es importante el medio en el que presentas a tu artista: “Puedes pasar de medio rockero a uno más comercial, pero no al revés. Si te presentas en el Hola!, no te considerarán en el Popular 1, pero sí podría ser al revés”. Que en los carteles hay que utilizar bien la técnica del eslogan publicitario: «Carlos Cano, el Cordobita, me enseñó que en los carteles hay que poner una frase. (…) Cuando programé a Medina Azahara en el Teatro Martín les hice un cartel que decía ‘Cuando Jomeini los oyó, tembló'». Que “se nos olvida que Felipe González ganó las elecciones pidiendo el ‘No’ a la OTAN y gobernó diciendo que ‘Sí’”.
No sé si habrá una segunda parte -las memorias se anuncian como Vol. 1- pero la vida, en aquellos tiempos en los que “se calculaba a vatio por persona” de este hombre da para mucho. A la espera de una nueva entrega una frase que bien podría ocupar la contraportada del libro y que la cantó Lole arropada por Manuel en aquel festival burgalés para unos boquiabiertos rockeros que tardarían en comprender que el flamenco es lo nuestro. “Tol mundo cuenta sus penas, buscando la comprensión. Quién cuenta sus alegrías, no comprende al que sufrió”.