Soy editor porque tengo el incorregible defecto de soñar despierto. Desenfoco la pupila y adelanto el tiempo a voluntad. Retrasarlo es más difícil. El mismo fenómeno paranormal le pasó a José Zendrera en 1923. Después de la Guerra Civil acudió a un Congreso de Editores en Italia. La ciudad bien podría ser Roma, pero la historia se pierde aquí. Allí conoció al belga Louis-Robert Casterman (1920–1994), editor también de oficio, con el que compartía la misma enfermedad que padecemos los tres: exceso crónico de imaginación y obstinación en fase aguda.
Casterman había hecho traducir al castellano algunos libros que había impreso en Bélgica de un dibujante local. Pensó que los vendería bien en España, pero en aquella Iberia de barro y charcos las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín o el Guerrero del antifaz no dejaban hueco para conquistas internacionales. Así que Casterman se comió uno a uno todos los libros impresos, a pesar de que la misma operación en Italia le había dejado beneficios (que es una palabra a la que siempre mola añadirle el adjetivo pingüe).
Cuando Zendrera le propuso a Casterman adquirirle los derechos, al belga le pareció muy interesante pero a cambio le obligó a comprar toda la tirada de los que había impreso. A esos ejemplares los coleccionistas les llaman la edición del ‘medallón’ por el logo ovalado que tienen rodeando la cabecera.
Colocar estos ejemplares impuestos por Casterman le costó un riñón porque el TBO y el Pulgarcito eran imbatibles. Ya en Barcelona, Zendrera hizo amistad con el señor Gervé, gestor de la editorial, y logró arrancarle el permiso de traducción de la obra, de la que se encargó su hermana Conchita, la cual aún disfruta de la suave brisa de la Barceloneta. De la mente traviesa de Conchita salieron algunos de mis insultos favoritos: Cyrano de cuatro patas,
cretino de los Balcanes, grumetillo del diablo, especie de semáforo, lepidóptero, merluzo, marinero de agua dulce… Tras unos forcejeos sobre dónde imprimir, Zendrera se salió con la suya y consiguió vencer el escepticismo de Gervé, así que las máquinas empezaron a imprimir en Barcelona con la traducción de Conchita.
Esta historia de Juventud, así se llama la editorial, me la contó la otra noche –agarrados a un Verdejo fresco– Luis, navegante y novio de una chica que sueña también despierta con sacar una revista adelante.
A las aventuras y desventuras de su bisabuelo, su abuelo y su tía abuela rindo tributo aquí con una palabra de seis letras que se repiten tres a tres. Una palabra mágica para mí: Tintín.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez