Mi primera cámara fue una broma que me compró mi abuelo en el lago del Parque del Retiro (por entonces, La Casa de Fieras todavía podía presumir de albergar leones). La segunda, una Fiesta de Kodak, la recibí ya bendecido tras mi primera comunión y, no sé si debido a algún tipo de protección divina, he sido capaz de conservarla en buen estado desde entonces.
He pasado también por la primera EOS autofocus, poseedora de aquella precisión de enfoque deliciosa, pero que, desgraciadamente, venía acompañada de un ruido capaz de espantar a un rinoceronte duro de oído.
Durante muchos años, anduve jugueteando con una Polaroid, deslumbrado por los rayajos que Andy Warhol le hacía a las polas durante el revelado. No había otra cámara en el mundo capaz de levantar así una fiesta aburrida cuando se acababa el hielo. Me imagino, ahora que los carretes dejaron de fabricarse, que alguien debe acumularlos como un preciado tesoro y los pondrá a la venta en eBay por una pasta.
Además, he tenido una Olga y varias Leica de bolsillo, una M6; ahora jugueteo con el digital que juré nunca abrazar, armado para ello con una Leica M8.
Sin embargo, por extraño que parezca, no me gusta nada que me hagan fotos. ¿Por qué? Porque no le gusto a la cámara, porque disfruto tanto montando, comprando, alterando imágenes, adquiriendo en Amazon los últimos libros de fotografía y charlando con sus grandes maestros, que mi rostro, al otro lado del objetivo, distorsiona el resultado.
Y me acuerdo de que con un 6 y un 4, la cara de tu retrato. Así que, por favor, ¡fotos no! Es la misma cantinela que le soltaban al gran paparazzi Ron Galella, el culpable de que Robert Redford luzca semejante porte en nuestra portada. Galella se pateó las calles en los setenta para inmortalizar a traición a los famosetes de entonces. Ahora sus fotografías son
iconos, Tom Ford lo adora y hasta el MoMA ha adquirido para su colección permanente alguno de sus retratos.
Si a pesar de lo dicho, alguien desea sacarme una foto, que sea con mi aprobación. Ya saben, hablen con mi publicista y miraré al pajarito.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez