Forbes 43 / Mayo 2017
La creatividad es una enfermedad como otra cualquiera. Se basa en un desajuste, en la ausencia de equilibrio. Y creo que estarás de acuerdo con mi hipótesis. Si te paras a pensar en las personas más creativas de tu entorno –sea cual sea el área en la que desarrollen su aportación–, encontrarás que son especiales, diferentes, que tienen la sensibilidad, o si quieres los sensores, a flor de piel. En pocas palabras, que no son muy normales.
El creativo es un ser que sufre. En ocasiones que se tortura. Y que descansa cuando inventa algo, cuando consigue encender la bombilla, porque es en ese momento cuando su balanza de estímulos y sensaciones alcanza el prometido nirvana. (¿Sabías que en el último Record Store Day, Nevermind, el disco de Nirvana, ha sido elegido en España como la referencia más vendida?).
Vivimos, por fortuna, en uno de los países más creativos del mundo, en un país de Quijotes. Para muchos el que más, sin menospreciar las neuras argentinas, o la amplia tradición publicitaria inglesa. ¿A cuantos conoces que en el último minuto o en el último segundo encuentran cómo arreglar la situación? Tú, como yo, comprendes que los alemanes eso no saben hacerlo.
Creo que lidero la editorial de revistas más creativa de España. Saco aún más pecho. Edito las mejores portadas del quiosco mes tras mes, año tras año (perdonen ustedes la osadía). Al menos lo intento. Y eso me hace sufrir. No, no hablo del sentido más poético de la palabra. Me hace sufrir. En serio. Rascarme la piel, a menudo con fuerza. Desvelarme muchos días a eso de las cinco. Estrujarme los huesos porque se me rebelan. Menos mal que no estoy solo, que me acompaña una tripulación bien solvente, una buena panda de desequilibrados mentales. Si decidiéramos ir todos juntos de excursión en un autobús, no habría canción de las monjitas, ni conductor experto, que nos aguantase a los de la última fila.