Los quioscos las están pasando putas. Muy putas. Y es por culpa nuestra. De los editores (entre los que me encuentro desde hace seis años). Están cayendo como chinches. Y es cosa nuestra porque tenemos la obligación de hacer que rebosen vida. Cada vez que cierra uno es como si cerrase un cine. Como si te cortasen los huevos sin anestesia.
Un quiosquero es un colega, el vecino de todos, el rey de una tribu muy pequeña que ocupa un par de metros cuadrados. Los hay antipáticos, gruñones porque se están haciendo viejos. Y los hay que dan ganas de besarlos aunque uno sea heterosexual. Madrugan más que tú, pasan un frío de cojones y te conocen más que tú mismo.
No es fácil ser quiosquero. Hace seis años tuvieron que aprender a pronunciar Esquire (Es-Qua-Ir). Y otros, como pasaban de aprender idiomas después de millones de cromos vendidos, la bautizaron como les dio la gana, que para eso el chiringuito es suyo.
Tengo un amigo quiosquero al que incluso un editor le pregunta si debe subir el precio del periódico los sábados. “Manda cojones, si quieres consejo, invítame al consejo… ¡pero al de administración!”, dice con la sorna de la que sólo puede presumir el que trabaja en la calle. El quiosquero, como las putas, los policías y –antes, ahora ya no– los periodistas, es el rey de la ciudad. Bueno, me olvido de los serenos, pero se los cargó el progreso.
Pensadlo un poco. Conocen como nadie la sonrisa del niño cuando le pide los cromos de Panini. Se caga en el padre del que ideó los cartones para que se vendan más los fascículos. Antes de que se lo pidan, ya sabe cuál es la revista porno –con vídeo incluido– que más le gusta al salido del barrio. Y su tía abuela le guarda la vajilla del Madrid.
Yo cuando era niño les compraba cigarrillos sueltos. Negro, porque no tenía pasta para rubio. Y les daba la tabarra
para ver si había llegado el último número de la revista Vibraciones.
Los quiosqueros son muy suyos. No les gusta que les den consejos porque la calle hace la ley. Saben del Ayuntamiento mucho más que su jefe de prensa. Y no están de acuerdo con las calles que más cuestan del Monopoly. Las más valiosas son aquellas en las que más diarios se venden.
Yo les compro mucho. Y les pido que coloquen bien mis revistas. Cuando me miran como si hubiese pimplado, les digo que es el pan de mis hijos. Y los niños saben que cuando oyen esta filípica tienen que sonreír como el muñeco de las patatas Risi.
Ser quiosquero es ser alguien. Al menos en mi barrio.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez