Cuando me quito las gafas asusto. Tanto que, si me miro al espejito mágico, también me asusto yo. Me veo a mí mismo con más años. Me veo a mí mismo con cara de chino. Con cara de chino malo malísimo.
Cuando me quito las gafas frente al espejo me veo a mí mismo ansioso por encontrar el grifo para limpiarlas con agua y jabón y volver a ver a ése que quiero ver, volver a ver a ése que quiero ser.
Cuando me quito las gafas (Moscot modelo Lemtosh, tamaño pequeño) veo cosas más allá de Orión. Y me doy un garbeo por el extrarradio de mí mismo. Por la M-50 del Andresín que intento mantener a salvo de la madurez.
Cuando me quito las gafas veo que Teruel sí que sí existe, pero si me las pongo tengo dudas.
Cuando me quito las gafas siento más cerca la Fe, porque en el Catecismo Escolar (editado por la Comisión Episcopal de la Enseñanza) me enseñaron que Fe es creer en lo que no se ve. Así que no me las quito mucho porque yo Religión ya la aprobé y no quiero tener más dudas de las que tengo, que te aseguro son, y son un buen puñao.
Y pienso que, si yo floto sin gafas y dice el oculista que no tengo “prácticamente nada”, los que sufren severos desenfoques los imagino en una categoría sociológico patológica de felicidad extrema en la que sólo se puede militar si eres uno de los 700.000 habitantes del Reino de Bután.
Así que me las pongo, respiro aliviado y pienso en Barragán, en la Chus Lampreave de Qué he hecho yo para merecer esto, o en el Bill Murray de esta portada. Tuvimos que pedirle permiso para usar la foto y para conseguirlo no hemos tenido que llamar al publicista porque no tiene. O tiene uno que no distingue. Para que Murray nos dé permiso para esta portada hemos tenido que conseguir la autorización de un tío que mira de frente, su abogado.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez