No hay tertulia económica que no lo constate: cuando la confianza del ciudadano disminuye el dinero se esconde. La pasta se asusta y huye como el lagarto de Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, que era verde y se llamaba “Dinero”. El dinero es más cobarde que Scooby Doo. El que tiene miedo no gasta. No hay bicho viviente capaz de mantener la espalda erguida cuando todo el ecosistema mediático se lanza en cascada a anunciarnos la catástrofe. La posición natural de defensa del ser humano es la fetal. Te habrás dado cuenta que hace tiempo que los meteorólogos no anuncian tormentas sino ciclogénesis explosivas. ¡Cómo para atreverse a salir de casa!ces los formatos andaban solapándose) de Sting, bautizado One Such a Night.
El fenómeno galopa como una diligencia desbocada. Me recuerda al jueguecito ese de “a ver quién la tiene más grande”. Los medios vociferan en busca de ser escuchados porque dar voces parece el camino más corto para ganar posicionamiento. Se olvidan, nos olvidamos, que gritar más alto no nos hace más rentables. Los problemas de nuestro plan de negocio en plena revolución digital no se arreglan a voces.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿En qué momento olvidamos que el sabio es el que primero escucha y luego habla? Las redes sociales le han dado voz a todos los ciudadanos y eso es una conquista. En el foro digital, la antigua plaza del pueblo o el patio del colegio, las voces rebotan por las esquinas en un guirigay ininteligible en el que cuesta distinguir las voces de los ecos. Se nos ha olvidado una de las certidumbres en las que se basa nuestra convivencia y la democracia: escuchar a los que saben y hacer oídos sordos a los que solo buscan protagonismo.
Este aumento constante del ruido de fondo se agrava cuando la información es imprescindible para salir, juntos -no hay otra manera-, de un problema nuevo. Padecemos la primera pandemia de este siglo digital. Nos ataca una pandemia sanitaria combinada con una “infodemia” global. La primera pandemia informativa y viral, por tanto una pandemia doblemente viral. Nos contagia los pulmones, pero se propaga también mediante nuestro teléfono. Me atrevo a escribir que todos estamos contagiados. Todos los que tenemos un teléfono estamos contagiados, y es cierto, también informados. En algunos casos mal informados.
Además de las medidas sanitarias, cuya politización nos está degradando, conviene construir con urgencia una hoja de ruta de la confianza. Las certidumbres parecen esfumarse, pero no es del todo cierto. Hay certidumbres firmes a las que podemos aferrarnos si la marejada sube a fuerte marejada. Te recuerdo algunas: la familia sigue siendo la gran red de protección y también los amigos; nunca estuvimos tan preparados, ni tuvimos la cultura tan al alcance de nuestra mano; viviremos más años que nunca, en un país complejo sí, siempre preguntándose quién es, pero envidiado por su calidad de vida por la mayor parte de los países del planeta. Y así podría seguir hasta agotar este artículo, pero no lo haré porque lo que ahora nos toca es trabajar en recuperar la confianza.
Me preocupa el índice de confianza del país y no sólo por lo que afecta al consumo, aunque un consumo retraído aumenta aún mas la desconfianza. Desconfío como usted del método Tezanos y lo que es peor, el método Tezanos me empuja también a desconfiar de los otros métodos. La demoscopia vive uno de sus momentos mas delicados, como también le pasa al periodismo. Como le pasa también a los bulos que al llamarlos “fake news” los estamos blanqueando. No fiarme de nada y de casi nadie me hace desconfiar de mí mismo. Solo recuerdo una confianza plena, la de la niñez, la confianza materna.
Propongo escuchar al viejo/joven Leopoldo Abadía, al guasón Arguiñano, y a otros que hay como ellos, más anónimos, seguro que los tienes más cerca de lo que crees. La alegría de vivir no puede verse ensombrecida por las dificultades y mira que son grandes. Nunca más que ahora es necesario que brindemos con la palabra: ¡Salud!
La confianza se recupera con buenas noticias. Se recupera si vemos tranquilo a alguien en el que confiamos. Un padre tiene que dar confianza a sus hijos. Un empresario tiene que trasladar futuro a su empresa. Un líder debe contagiar el entusiasmo del que sabe a dónde va. Si la economía nos va mejor resulta más fácil confiar, es cierto, por eso no debemos limitar nuestra percepción de las mejoras a que tengamos más o menos dinero.
Los emprendedores, los mas osados, aprovechan el ciclo, invierten a la contra y si aciertan obtienen beneficio. Son un buen ejemplo de confianza, de confianza en uno mismo. Me gustaría escuchar en la radio buenas noticias cuando aún no me he vestido de Superman y soy todavía Clark Kent, con el primer café. No me gusta que las buenas noticias de la radio vayan patrocinadas. Ya entiendo que “La buena noticia del día” es un formato cojonudo para facturar, pero si la buena noticia del día me llega gracias a la colaboración de una marca ya vuelvo a desconfiar.
Propongo la creación de un Instituto de la Confianza, un foro público en el que empresas, sociedad civil e instituciones definan la hoja de ruta.
El Congreso de la Felicidad de la Cadena Ser o aquel Instituto de Coca-Cola nos podrían dar alguna pista. Me apunto si se apuntan.
La confianza es que te digan “no te preocupes que saldremos de esta” y que cuando salgamos vendrán otras pandemias, otras crisis, y que juntos, si escuchamos a los que más saben, volveremos a salir. Que la hormiga parece más sabia que la cigarra, pero la vida de la hormiga sin el canto de la cigarra es aburrida. Habrá que encontrar términos medios.