Casa Babylon

Deambulo hace años por la misma ciudad. Como el feriante que desmonta la pista de los coches de choque, abro una botella de vino y me pongo a recordar que en las casas que viví mudé de piel y sus paredes me vieron mutar como el insecto de Kafka. Crecí en un piso familiar con calefacción central. Allí aprendí a estirar el cable del teléfono de góndola del pasillo para que nadie me oyese hablar con la novia. Y también a escuchar a mis padres susurrarse a oscuras las aventuras del día, mientras los hermanos nos quedábamos dormidos con la luz roja del cigarro del jefe de la casa.

Volé de allí, a un par de esquinas, a la casa en la que mi abuelo le dio permiso a mi padre para llevar a mi madre al altar. Y allí me pilló la muerte de Camarón, enfrascado en escribir su biografía, semanas después de que el diario para el que trabajaba cerrase.

A los dos años me mudé a un barrio que no quería vecinos. La casa era tan grande que había habitaciones en las que nadie entraba. Como allí no estaba a gusto, mi gata, blanca como una perla, se lanzó al vacío desde un séptimo con la excusa de arañar a una golondrina. Perdió una de sus siete vidas y apareció vestida de color gris marengo veinte calles más allá. Para colmo, mi abuela vino a vernos viva y a los pocos días salió sin hálito en una bolsa de cremallera.

Volví al barrio. Y me sentí bien. Encontré un piso pintado de rojo en un edificio abandonado por su dueño y que conseguí alquilar usando las peores artes (legales) imaginables. Cada noche dormía seis pisos por encima de un cine al que había dedicado decenas de sesiones continuas sobre sus butacas de contrachapado. Viví bajo el letrero de neón estropeado del cine que hoy ocupa un supermercado. Cada vez que me olvido de la tinta para el arroz negro vuelvo allí e imagino que resuenan en la pared del fondo las voces de los actores. En esa casa fui muy feliz, y siempre que paso por allí pienso si el nuevo habitante imaginará que cuando yo vivía allí existía Netscape y Silkete dejaba mensajes en el contestador.

He vivido en casas en las que me acogieron. Me hicieron un hueco bajo el edredón y yo, a cambio, preparaba el desayuno, que es una de las mejores maneras de decirle a alguien “te quiero”. He vivido en dos casas bajas. Una roja en cuyo jardín planté un magnolio para celebrar que mi hija vino al mundo. El árbol sigue allí, pero ahora lo riega otra gente. La otra sigue pintada de azul, arropada por el trino de los mirlos y una orquesta de macetas. Allí podía tocar la batería sin protestas y es el hogar de dos chavales que aún me llaman papá en vez de padre.

Desarrollé mi visión espacial para evitar chichones en un par de buhardillas. La primera, un bajo-rasante-patera en la que se podía dormir pero no vivir. La segunda, en un edificio de africanos en mi amado Rastro. Aún conservo dentro de mí el olor de la cocina subsahariana. Abajo, los domingos los yonquis compartían historias con los vendedores de pájaros, pero en lo alto tocamos el cielo muchos días. También viví en un garaje y me fui de allí porque no podía hacer la fotosíntesis y me estaba poniendo mustio. Ahora vivo de nuevo en lo alto, cerca de las antenas de telefonía que nos controlan, en un lugar donde se adivinan las puestas de sol y los aloes le rascan la barriga a las nubes. Y estoy feliz como la casa sin tejado del Happy de Pharrell Williams. Vente, anda, que te preparo una paella.

Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez

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