Autos (de choque)

Piso el freno. Me detengo en el semáforo justo cuando el ámbar parece que se va a quedar siempre así, pero mi pupila distingue el rojo prohibición en esa hora tonta del domingo en la que la ciudad desaparece y el asfalto lanza bocanadas de vapor que sólo gente como tú y como yo adivina a ver.

A mi izquierda, el Casón del Buen Retiro, que acogió el Guernica de Picasso (que hoy descansa a apenas a cien metros de la redacción de esta revista). A mi derecha, la puerta del Retiro, cuyo paseo acaba en la única estatua de la ciudad dedicada al diablo. Mis recuerdos se avivan al ralentí, bajo la dulzura de un aire acondicionado que susurra y la próxima píldora de consejo radiofónico de Radio 5.

Cuando era niño di dos vueltas de campana, encastrado en la parte trasera, de un Citroën GS rojo tomate raf. Recuerdo la tierra moverse por los ventanales traseros, y cómo mi mente se disparó y decidió que la mejor manera de salir de allí era rezar. Bien pudo ser porque yo ya había decidido dejar allí mi pequeño cuerpo de nueve años, o bien porque me pareció que el escapismo más veloce era el del espíritu. No había comenzado yo a pronunciar mentalmente el “Jesusito de mi vida” cuando el coche se detuvo en un minifundio de Lugo y de allí salimos los cinco (no los de Enid Blyton, sino mi abuelo, mi padre, un sacamuelas amigo y su señora). Le cogí un miedo del carajo que se encargó de espantar mi adolescencia por obra y gracia de los grandes éxitos verbeneros de los autos de choque. Para mí nunca hubo un sonido cuadrafónico mejor que el reventón chunda-chunda de aquellas máquinas de romper cervicales.

Cuanto más te gustaba una chica, más debías chocar contra ella en un especie de amor troglodita sobre ruedas que generalmente acababa con una bocina final y una interpelación al colega: “¡Mierda! ¿Me dejas una moneda?”. Mientras, la princesa era secuestrada por su padre para el paseo por la playa y el helado de dos bolas.

Y luego vino el carnet, a los 18. Aprendí a conducir en las callejas deshabitadas del cementerio. Y le compré a un cartero un 133. Y luego me fiaron para mi primer modelo nuevo. Y luego otro, al que juro que le veías bajar la aguja de la gasolina, y así uno tras otro. Todos con abolladuras. Con pinchazos. Llenos de discusiones con otros conductores, con las chicas, con perritos en el salpicadero y sancristóbales colgando del retrovisor.

Segarra, cómo nos gusta conducir, amigo. Se nos ponen los pelos de punta cuando sacamos la mano por el cristal. Y nos sentimos libres. “¿Quiere usted que le eche un bote de Wynn’s?”.

Arranco de nuevo el Madza3 y el suave movimiento del motor me traslada hasta la siguiente abstracción. Quién sabe si será la carta, melancólica y hoy otoñal, del mes que viene.

Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez

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