Lo confieso: Es mirar nuestra portada de Fernando Alonso y se me eriza el pellejo. Después de 24 años con el carné de conducir en la guantera… he vuelto al cole. Un cambio de dirección (¡ojo!, la de mi vivienda habitual) mal documentado y algunas multas por exceso de velocidad (todas pagadas) me retrataron ante la DGT como Remedios Amaya en aquella Eurovisión del 83: esto es, cero points. Así que me quedé sin manejar (conducir en mexicano) mi barca. Reconozco que –en un primer momento– me puse como Obélix en ayunas, pero el Plan Renove me ha venido muy bien. Cuatro días de clase, siete horas seguidas a la semana, de educación vial, compartida con otra gente, quizá lectores, a muchos de los cuales un juez les ha retirado el carné por empinar el codo, me han puesto firme y en mi sitio. Nunca he tenido un accidente de tráfico (toco madera) y ruedo en moto, llueva o nieve… pero eso de volver a clase me ha vuelto cabeza abajo. Aprobado ya el examen, y con mi carné (provisional) en el bolsillo, de nuevo esquivando taxis por la ciudad, padezco el furor del converso. Regaño a las chicas que se pintan los labios en el retrovisor, he renunciado a mi morriña por Meteoro, anulo la cobertura del móvil en los viajes de larga distancia, he dejado de sacar el brazo por la ventanilla y ya no hago de DJ Loquillo (“Yo para ser feliz quiero un camión”) durante el viaje para mis pasajeros. Y ahora, si el semáforo se pone ámbar, no lo veo ámbar, sino rojo.
Eso sí, rojo Ferrari.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez