Como tú, tuve dos abuelas.
Dos pasitas arrugadas de las que aprendí -sin darme ni siquiera cuenta- de lo que mi madre aún no me había enseñado. Y ahora, que sus caricias juegan con mis sueños estas noches de muertos, sé que las dísfruté a las dos.
Mis abuelas eran cada una de su padre y de su madre. Y quizá es por eso por lo que a las dos las quise y las quiero igual.
La una, Doña Luisa -la menos popular de las dos-, era viuda desde los 27 años por el fusilamiento de mi abuelo en Barcelona. Una mujer seca como los garbanzos de Rioseco. Presumida, beata como la Ridruejo y cetrina como la Lola de España.
La otra llevaba en su nombre una nación entera: Encarnación. Era un tocino de cielo. Capaz de quererte en silencio hasta derretirse en sí misma. A la primera se la llevó el Alzheimer. A la segunda un estertor, que aún resuena en mis adentros.
Un día como hoy las recuerdo sentadas a las dos juntas en el sofá. Intentando comprenderse, queriendo quererse … como se quiere el aceite y el agua. Todo a sabiendas que poco tenían que ver. Pero tocándose, las dos, las manos arrugadas llenas de joyas familiares.
No sé cómo diablos hoy -cuarenta años después de aquella tarde- esta imagen de las dos sentadas, perfectamente peinadas, me está pidiendo escribir esto para bocetar las mil maneras de ser abuela … Las mil maneras en que una persona -al menos yo- puede decir que quiere a dos personas por igual.
La manera en que alguien puede decir que a dos abuelas las quiso y aun las quiere.
Carta publicada en L’Officiel por Andrés Rodríguez