El oso y el madroño bailan un chotis. La baldosa no es pequeña. Por un lado la plaza de Canalejas, por el otro la calle Sevilla, el caldito de Lhardy y la calle Alcalá con su Casino huérfano de apuestas. Si lo googleas salta la cifra: 451 euros cuesta dormir en el Four Seasons Madrid. Ni por asomo será este el precio cuando el bicho se retire a su dacha. El sábado pasado, por gentileza de la propiedad, dormí a pierna suelta en la planta tercera en una de las veintitantas habitaciones abiertas de las doscientas y pico que estarán funcionando a todo trapo para guiris nacionales y extranjeros.
Four Seasons es a la hotelería lo que Nobu a la hostelería japonesa: una franquicia, de primera calidad, que ciudad en la que se instala, ciudad que confirmar su pertenencia a la primera división del turismo global. Ni Barcelona ni Madrid tienen su Nobu, Ibiza sí.
Dos segundos antes de que el hombre del gorro de plato me abra la puerta del taxi me acuerdo que mi padre trabajó allí, en el “departamento de moneda extranjera”, un eufemismo para el que entregaba los billetes a los pocos que viajaban al extranjero. Las sucursales de barrio no tenían el servicio de cambio de moneda. Los españolitos del desarrollismo, con un seiscientos como patria, no hablaban idiomas para cambiar la moneda en el país de destino. Mejor llevar los billetes desde aquí. Si tienes mi edad recordarás que cualquier viaje comenzaba con esta pregunta: ¿Cuánto te parece que cambiemos?
Ahí estaba mi viejo, con un dedal de goma para que los billetes no resbalasen. Cuarenta años antes de que su hijo fuese a dormir por la cara en este edificio al ralentí, pero que mantiene esa prestancia de banco viejo. Si los bancos tuviesen edad sería la edad de los metales.
Es muy raro hacer la maleta para irse a dormir en un hotel de tu ciudad. Pero tiene gracia. Sobre todo si no duermes solo. “Cerca del 60% de los trabajadores somos españoles”, me cuenta el recepcionista, que por su prestancia sería un magnífico presentador de informativos de cadena nacional.
Me enseñan la habitación y miento, como siempre. No me he enterado de como funciona nada, como siempre. No hace mucho que al quedarte solo lo primero que se miraba en una habitación de hotel eran los jabones, ahora es la clave del wifi. Las “amenities”, en el argot del oficio, están celosas de la contraseña.
La hospitalidad comienza con una cena en el bistró de Dani García pero a las 20.00, que a las 22.00 llega el segundo turno. Escribo a Dani y me recomienda por WhatsApp: (literalmente) tomate nitro, anchoas, pollo y burguer. Y no se equivoca.
Ceno dentro, pero salgo a la terraza a fisgar. Hay un par de limoneros en maceta. Los limones disfrutan de una de las mejores vistas de la ciudad. Cuando los guiris se enteren olvídate de pillar mesa. Date prisa en ir o no lo verás vacío nunca más, que al bicho le queda poco. Un vino canario con uva listán negro remata la cena. Muy rica, muy agradable, buen servicio.
Duermo a pierna suelta entre seis almohadas que parecen contentas de mi retoce, mudas ante mis ronquidos.
Debí desayunar en la habitación, como el hotel está a medio gas, el desayuno se celebra en la recepción, en la planta de entrada y es limitado. Cuando el hotel pise el acelerador presumirá de lo que el Four Seasons ofrece en todo el mundo, el desayuno global. No me importa mucho porque a las once tengo hora en la piscina. El spa del Seasons es carne de Instagram. Habrá que ver el del Mandarín Ritz, pero entre los dos habrá pulso.
El vaso de la piscina de aluminio, y aunque en los vestuarios no se puede disfrutar de las cremas y los jabones de Hermes a no ser que los reclames, nado cuatro o cinco largos y me siento el príncipe de Canalejas. Sugiero a la dirección que el reggaeton no pega mucho con la idea de relajarse.
Se siente uno furtivo al hacer el check out en un hotel de tu ciudad. Furtivismo de hotel para la columna del domingo. Un vistazo final y me fijo en la esquina con la Carrera de San Jerónimo donde Pescaderías Coruñesas ya anuncia su apertura. Van a correr las ostras y el godello cuando el bicho se aletargue. Más de un borrador de ley se discutirá entre percebes en aquella esquina. Bien vista la oportunidad de negocio.
Paso de Uber y “Cabis” y cruzo bien de mañana para hablar con el quiosquero. El quiosco de la plaza de Canalejas tiene una de las mejores ubicaciones de la ciudad. Se lo digo al chaval y ni me mira. El maldito móvil le ha convertido en yonqui del 4G. “¿Es tuyo el quiosco?”, le pregunto. Ahí sí que reacciona. “De mi padre”, me responde desganado.
El quiosco es un escaparate cutre de recuerdos madrileños que harían las delicias de Martin Parr. Apenas unas cuantas revistas y diarios compiten moribundas por un poco de atención. Descubro mi Forbes y aprovecho el despiste del tipo para colocarlo donde se vea bien. Si se vende esa mañana ganaremos tres euros. “Este quiosco va a ser uno de los más importantes de la ciudad. En cuanto el Four Seasons se ponga a despachar habitaciones y las galerías comerciales abran vas a tener suerte porque este será un buen negocio otra vez”, le digo.
“Los turistas solo quieren imanes”, me contesta mosqueado porque le he debido interrumpir una jugada online. Dudo entre darle una buena hostia o echarme a llorar. “Soy periodista, hago revistas, no estoy solo, somos mucha gente que creemos en esto… pero no sé si debería haber estudiado “Ciencias de la Imantación”, contesto. No me entiende. Claro que lo sé, ese quiosco va a ser un buen negocio, pero para quiosqueros no para mercachifles.