En The New York Times, en la octava avenida, traducen al inglés la edición española, y la japonesa y la china. Así que a ver como traducen esto: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Habrá, digo yo, un refrán paralelo en inglés. La frase me ronda cuando leo que los herederos de mi admirada Zaha Hadid (Bagdah 1950-Miami 2016) andan a ladrillazos entre ellos, atizando como el que remueve las brasas.
Mantengo fresca en mi retina la imagen del sinuoso edificio de la Hadid (520 West 28th) en el High Line de Nueva York. No hace mucho volví a pasearlo, disfrutando del diseño de los jardines de Piet Oudolf. Compré un helado artesanal a uno de los vendedores ambulantes que lo habitan, y me detuve hipnotizado frente a uno de los apartamentos. Vacío, con la cocina por estrenar, a la altura de un segundo o quizá un tercero, apenas a tres o cuatro metros de distancia de los miles de paseantes que caminan sobre los viejos raíles de tren. Y me imaginé desnudo, como vine al mundo, en aquella cocina-salón, preparándome un café en una pequeña Bialetti. Me vi siendo observado por los transeúntes (no dejes de escuchar la canción homónima de Jorge Drexler) que tomaban apuntes de mi anatomía, incorporado a esa Nueva York en la que nada sorprende.
Las pedradas entre los cuatro albaceas, herederos de la Hadid, rugen por 75 millones de euros. No importan mucho los detalles, que la mayor parte será destinada a una fundación, y que algunos de los herederos ya han cobrado una cantidad que les parece digna de pleito. Occidente se derrumba. Mientras que en vida Zaha merecía admiración y respeto, muerta, su memoria queda resumida al interés económico que todo lo pudre. A ladrillazo limpio.
Artículo publicado en T Magazine por Andrés Rodríguez