ABaracoa, la primera ciudad que Colón pisó en Cuba, se la ha llevado a bailar un galán huracanado, de nombre Matthew, que provocó olas de ocho metros y las lanzó a escupir contra el malecón. Hace apenas un mes y medio este cronista paseaba bajo la luna llena de agosto por la Avenida de los Mártires, hablando con los pescadores, imaginando las carabelas del genovés fondeadas en la bahía que lleva el nombre de uno sus dos ríos: el Río Miel.
Esta es la crónica (sentimental) de mis cinco días allí, mochila en mano, cuando a Baracoa aún no la había partido el corazón el hijo de puta de Matthew. Mis últimas informaciones cuentan que no ha habido muertos pero que la ciudad está destrozada.
«Tenga usted cuidado con la sierra». Allí las curvas son cerradas y las pendientes muy pronunciadas, no le vayan a fallar los frenos. «Y no se confíe con las piedras, que cuando se desprenden no avisan». La advertencia pude comprobar que era tan certera como mis frenos en las curvas cerradas del selvático Viaducto de la Farola que te dejan en lo Alto de Cotilla, ante más de 600 metros sobre el nivel del mar donde en los días claros dicen los lugareños que se divisan las luces de Haití. Apenas a 70 km por mar de Baracoa las últimas noticias cuentan más de 850 muertos en Haití.
Llegué a Baracoa, a esa carretera recta, llena de carros tirados por caballos y autobuses colectivos que te adentra, cruzando un par de puentes en el centro de la ciudad.
Había arrancado con el alba de la mañana del 14 de agosto, dejando una sofocante Santiago de Cuba, aún despierta bajo los efluvios del carnaval más ardiente de las islas.
Había madrugado para garantizarme la gasolina. Y estuve en la estación de Santiago casi una hora, a eso de la seis de la mañana, hasta que pude, entre una maraña de santiagueros, conseguir pagar por anticipado el cuarto de depósito que me quedaba por llenar. Tras diez días de conducción desde La Habana con restricciones de combustible en la capital, había aprendido que siempre hay que salir con el depósito lleno.
Lo cierto es que llegué como un rey y de ahí la falsa identidad que durante mi estancia me adjudicaron en la ciudad. Entré en Baracoa por carro, conduciendo en solitario un lujosísimo Peugeot 308 con aire acondicionado que llevaba la rueda de repuesto pinchada, aunque de eso no hube de enterarme hasta 5 días después, al llegar a Guantánamo, cuando pinché y me encontré en el pueblo que da nombre a la base con dos de las cinco ruedas agujereadas.
La mañana del 14 de agosto Alejandro Hartman, historiador de la ciudad, y director del Museo Municipal Matachín me dio la bienvenida. «Pero cómo no me avisó de que llegaba tan pronto, le hubiera preparado la banda municipal». No hay Baracoa sin Hartman. Formalmente el historiador de la ciudad, en el realismo mágico local, alcalde, presidente, agitador, pillastre, pregonero y embajador de la ciudad más bonita del largo lagarto verde.
En el momento que Hartman cerró la puerta del fuerte con un sencillo cordel y un lacre verde Baracoa me hizo suyo.
Hartman, con su pompa habitual, me fue introduciendo a la sociedad local (la honorable y la que no) y decidió presentarme como el sobrino del rey Juan Carlos. «Viene de Madrid. Es sobrino del rey Juan Carlos, eh, no del rey esté jovencito. Lo que pasa es que no le gusta que le presente así porque es muy tímido».
Imagine el lector mi cara de perplejidad, desde la humildad que me proporcionan mis dos apellidos, Rodríguez, y de segundo, Sánchez. Tras reprobarle a Hartman en privado la mentira me espetó: «Pero, querido amigo, cómo puede molestarte que te presente como sobrino del Rey si tu visita para nosotros es de la misma importancia. Tú déjate enseñar Baracoa por Hartman. Y no olvides nunca que en la vida hay árboles que dan sombra y otros que no. Siempre te conviene arrimarte a los que dan sombra. Yo soy de los que da muy buena sombra. Paseando conmigo por Baracoa todos saben que eres alguien importante, qué más les da que seas editor o sobrino de Juan Carlos. Vamos a comer que tienes que probar el té. Hoy probaras el Té Meao de Jutía». Glup.
Para comer en Baracoa nada como El Poeta, de luto por la muerte del fundador, un machetero poeta que murió de infarto hace unos meses, cuyos versos decoran las paredes para abrirle al viajero el apetito sentimental: «El que venga a la primada, en guagua, auto o camión, pida permiso a Colón, que es el guardián de la entrada». Hartman anima a la hija, que junto al marido, espera que te espera a que lleguen los cruceros yankees. «Cuando lleguen los gringos -le garantiza- vais a tener que dar tres turnos por comida y otros tres para cenar. Prepararos, eh, disfrutad de esta calma». Es temporada baja y solo estamos los dos en el local. «Porque este buen vivir se va a acabar. Vais a ser ricos». El hijo de la mesonera gatea entre nuestras piernas vigilado por su padre. La mesonera que me invita a un chorrito (ron echado a gañote con babero puesto) de Ron Mulata, es bisoja. Su marido, bizco también. El chiquillo no, y me da por pensar que será el niño el que vea en Baracoa servir el primer Whopper.
La estancia en Baracoa es la más romántica de todo el viaje. El cine Encanto dormido porque Hollywood se olvidó de enviarle películas. Los encargados de los supermercados que prefieren que haya colas fuera a que dentro se les acumule la gente. Las plantaciones de cacao, el agua del Río Miel, templada como la del Mediterráneo, los helechos arborescentes, los gorrinos por las calles, los pollos por las calles, los vendedores de mangos, los cambistas (no oficiales), el bar del Estado que es el primero que se queda sin cerveza, las excursiones al Yunque (la montaña local), los ríos Toa y Macaguanigua.
Y así hasta no parar. El hostal de La Rusa fundado por Magdalena Menasse (de apellido de soltera Rovieskuya) en quien el periodista y escritor Alejo Carpentier basó su obra La consagración de la primavera. Doce habitaciones del hotel en las que dicen que estuvo Errol Flyn, y Fidel y el Che, y que al morir La Rusa en el 78 (el mismo año que Carpentier publicó), el hotel se lo quedó el Estado y de allí frente al mar andaba pintado de rojo cuando yo lo visité este verano.
Y el inventor de la viagra cubana, un anciano de 95 años, que vive al borde del Atlántico, que me juró que el pene de Carey es el mejor afrodisíaco del mundo. «¿Sabes por qué? Porque el Carey se queda pegado a la hembra 45 días. Los pesco y los vendo». «¿No tiene usted miedo de los tiburones», le pregunto mientras me enseña orgulloso una foto corroída del comandante, «No. Si nos cogen ellos nos comen, pero si los cogemos nosotros nos los comemos nosotros». Dios sabe qué habrá hecho Matthew con su casa cabaña plantada a 25 metros de los rompientes.
Y la casa de la cultura, con el mejor bongosero que escuché en mi vida. Y los 146 escalones de El Ranchón (1 peso la entrada) la terraza de la discoteca local, con sus playbacks de maricones y bailarinas, y el mismo reggaeton que se escucha aquí para goce de los bailongos locales. Y sus jineteras expertas en subir los 146 escalones del local solas y bajarlos acompañadas.
Y la Cruz de la Parra, que ha pasado las pruebas del carbono 14 y es la única de las que plantó Colón que se conoce. Y el faro de punta Maisí (1862), ahora militar y sin posibilidad de visita, defendido por Hidalgo Matos, el farero que tiene que darle cuerda cada seis horas y por eso desde hace 38 años no ha dormido ocho horas seguidas.
Ahora buena parte de la ciudad lucha unida por reconstruirse. Dónde estarán aquellas muchachas de Moa que nunca habían salido de su aldea y que para visitar Baracoa habían «empeñado una sortija 14k», pero solo les daba para dormir en la pensión una noche.
Infórmese más en el documental dirigido por el periodista Mauricio Vicent, Baracoa 500 años después, y entonces ya no será usted libre y tendrá que visitar la ciudad antes de que llegue el próximo Huracán. Cuando vaya pregunte por Hartman, pregunte por Choca Choca, y si lo recuerda, advierta que leyó la crónica del falso sobrino del rey Juan Carlos.