Estoy de pie. Con gorro de pompón y jet lag en la zona cero, a tan sólo unos segundos de empujar la puerta principal que da paso al vestíbulo del Óculus (Óculo) del arquitecto valenciano Santiago Calatrava en Nueva York y mi cuerpo me avisa que el nivel de adrenalina sube que te sube.
Lo andaba buscando. Anoche terminé el libro que el periodista y crítico de arquitectura Llátzer Moix (Sabadell 1955) dedica a revisar la controvertida obra del arquitecto valenciano y mi primer madrugón en Nueva York me ha traído directo hasta aquí. El Century 21, catedral neoyorquina de los saldos, no abre hasta las 9 los sábados.
El libro, Queríamos un Calatrava, me lo ha recomendado Andrea Weirich durante una agradable comida en el salón principal del Club Matador. Andrea, amante del vino, tiene a un arquitecto en casa, y me advierte de que el libro es una crítica arquitectónica de la obra de Calatrava sazonada con un “poco de cotilleo”. Con Andrea mantengo un reciente puente aéreo que intercambia vinos que van y vienen y desengrasan las distensiones políticas que tan mala digestión producen. No en vano Andrea lleva ayudando a la familia Bulthaup (las mejores cocinas del mundo, nadie lo duda) a divulgar la excelencia de su artesanía en España.
Corro a la casa del libro según acabo de comer. Voy en el Cabify pensando que habría que construirle un monumento a Jorge Herralde (Barcelona 1935). ¿Alguien se ha parado a pensar cómo sus libros han contribuido a formar nuestro modo de ver el mundo? ¿Acaso no pertenece usted lector a una generación que ha construido su escala de valores, incluso su estructura sentimental, a base de leer los libros de lomo amarillo natilla?
Volveré a rendirle mis respetos a Herralde en otra columna. Hoy escribo sobre el extraordinario interés que me ha producido esta crónica editada por Anagrama. Tras leerlo, yo también quiero un Calatrava. Pagarlo, eso ya es otra cosa. Pagarlo con dinero público eso ya… eso ya son palabras mayores. Es demoledora la historia del sueco Johnny Orback, cliente del rascacielos Turning Torso (1999-2005) en Malmö, que fue condenado a prisión por exceder en cuatro millones de euros el presupuesto previsto para este edificio de viviendas de cooperativistas. Finalmente mediante un recurso el condenado fue exonerado de sus cargos. Mucho tendrían que aprender nuestras administraciones de estas experiencias.
El libro es una excelente crónica en la que las palabras vanidad, arquitectura, sobreprecio, ingeniería, seducción y mala educación van bailando de proyecto en proyecto. El libro es una crónica negra de desaciertos, plagada de testimonios de clientes cabreados, contratistas megalómamos y empleados que reconocen errores.
El libro es para pillarse un cabreo del carajo si te apellidas Calatrava (o refocilarse de gusto si así te sientes más grande) e intentar comprar todos y cada uno de los ejemplares. También es para mí una reflexión sobre si la verdadera fama en tu oficio te llega cuando alguien revisa tu obra con ferocidad o inquina. Es todo eso. Pero sobre todo es un libro sobre la vanidad humana y la codicia que habla del trabajo de un arquitecto con ínfulas de Leonardo Da Vinci.
A pesar de todo esto. No puedo evitar sentirme atrapado por la seducción del personaje y fantaseo: yo también quiero saber si sobreviviría a la capacidad de seducción del arquitecto, perfectamente documentada, caso a caso, cliente a cliente… Yo también quiero saber cómo reaccionaría cuando tuviese que soportar sus improperios, su desprecio vikingo al comprobar que la obra se pasa de presupuesto. Yo también quiero saber qué se siente cuando uno se hace una fotografía delante de los medios locales con el arquitecto del momento y se ve superior a él porque “la pasta la manejo yo”.
Yo también quiero sentir el miedo de tener que llamar a su estudio para decirle que ya no mando más dinero. Que se acabó. Que piense otra cosa. Yo también quiero que me invite a su estudio de Zúrich. Y llamar a casa para decirle a mi compañera que me ha dado un dibujito que pondremos en el salón… encima de la chimenea.
El libro es también un acto de reflexión del gasto del dinero público y de la irresponsabilidad política. Es una bofetada a los votantes que elegimos a gobernantes que se creen los dueños del barrio y piensan en la posteridad porque les da miedo morir.
Pero eso fue anoche. Regreso a la puerta de entrada del Óculus. He abierto ya la puerta. He cogido las escaleras mecánicas y he esquivado a la multitud saliendo de los trenes de New Jersey para hacer transbordo. He fisgado los carísimos cuadernos del escaparate de Smythson (no se pierdan un garbeo por su tienda de Bond Street en Londres). Y me emociono. Me pregunto si soy un piernas por sentirme sobrecogido. Si es que me traiciona el jet lag por sentirme más feliz al estar allí. He razonado todas y cada una de las páginas del libro de Moix.
Lo he subrayado con mi lapicero de dos colores (el azul para las frases que debo recordar en una segunda lectura en diagonal y el rojo para las palabras que no conozco o los libros que voy a buscar sobre la materia a partir de ahora). Es uno de los libros que pienso recomendar todas las navidades (y la primavera si hace falta). A Calatrava lo pone, con justicia, a caer de un burro. Pero a mí hoy me han temblado las piernas un poquito al ver este edificio y las fuentes que rinden tributo a las víctimas de la zona cero no me dieron más que frío. El frío polar que sopla hoy desde el Hudson que vio aterrizar el avión del comandante Chesley Burnett ‘Sully’ Sullenberger.
Queríamos un Calatrava. Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio. Llátzer Moix. Crónicas Anagrama. 314 paginas. 22,90 euros.