No pretendo dejar de escribirla. Ni tampoco que el lector, más ocurrente y vivaz, le pida al director que me sustituya. Esta columna es para mí como ese dolor crónico de columna que aparece con los cambios de tiempo.
Cuando se que va a dolerme, que las isobaras descienden, la humedad se dispara, y que tengo que escribir, tengo algunos lugares tranquilos donde mi espíritu se relaja y las yemas de mis dedos (200 pulsaciones por minuto) se calientan.
Estos son algunos de mis refugios (ya no tan secretos) donde gusto redactar en calma esta pequeña colaboración digital. Espero que a ti, escribas, leas o milites en el dolce far niente, te sirvan. Si nos vemos, saluda.
1.-El Jardín del Hotel Santo Mauro. Hizo bien el ciclista y empresario Antonio Catalán (69) cuando al cerrar su acuerdo con Marriot insistió en quedarse este hotel. El Santo Mauro, a la espera de lo que pasé con el Hotel Mandarín, antes Ritz, y el Four Seasons, es el mejor hotel de Madrid. En el jardín, en uno de los sofás, cualquier sábado muy pronto me gusta recostarme, en primavera, aún con una chaqueta cerca y dejarme mecer por el café con leche sin lactosa, mientras sé que los huéspedes, todos guiris, aún digieren en sus habitaciones los huevos que Lucio les sirvió en su casa, ya de madrugada. Nada mejor que ver a los gorriones acercarse al sofá para desayunar conmigo las migajas de mi cruasán mientras escuchan el repiqueteo de las teclas del portátil. El wifi no está abierto si solo vienes a desayunar, abrirlo sería un detalle generoso por parte de la gerencia.
2.-Delic Café. A la Plaza de la Paja en Madrid solo se puede ir a deshoras. Y a veces ni eso. El pequeño portal color azul cielo es el Delic, una de mis parroquias favoritas desde que abrió en 1998. Iniciativa de Elena Guereta -su padre había sido dueño de Casa Gades a medias con el bailarín y La Placeta en Barcelona asociado con Serrat – el Delic con sus lámparas de José Antonio Coderch sobre la barra, como platillos volantes que nada iluminan, y sus carteles de Banania, me hace sentir como en casa, si es que en casa tuviese siempre tarta de pastel de zanahoria. Me gusta escribir allí.
En mi última visita, una pareja, él un conocido político, daba rienda a su fogosidad amorosa en una cascada de besos en la penumbra del aperitivo dominical. El “ciudadano” y su amada sabían bien que al segundo salón del Delic, cuando hace buen tiempo, tan solo se llega cuando el primero está abarrotado porque es muy interior. En las mesas frente a la barra se escudriña el pálpito de la plaza. Escribir desde allí cuando la cara de sueño de la dueña y sus camareros amenazan con quedarse toda la jornada es una gozada.
Me gusta ir también para ver si las revistas que edito y les llevo todos los meses se han estropeado, o si se las han llevado y hay que reponerlas. A escasos cinco metros no dejes de visitar Cocol (@cocolmadrid) , la tienda de Pepa Entrena, un jolgorio de artesanía (porcelanas de la Fábrica de San Ignacio rescatadas de algún almacén perdido) y un disfrute para el columnista fisgón. Gastarse allí lo que uno gana por la columna es más que recomendable.
3.-La cafetería del Pompidou en París es perfecta si entras nada más abrir a las once de la mañana. Confieso que he tirado de acreditación de prensa más de una vez para saltarme la cola de familias que en fin de semana se quieren quitar el mono cultural y aparcar a los niños un par de horas en alguna actividad infantil de esas que programan ahora los museos para los baby boomers.
Cuando al abrir todos corren a las salas, la cafetería en el atrio principal, en el primer piso, está desierta. Y lo estará al menos hasta las 12.30 cuando a los primeros visitantes ya les empiecen a doler los pies. Escribir allí esta columna, o aquella carta de amor inútil que nada te servirá, te hace sentir cosmopolita e inteligente por no haber elegido el Starbucks que hay a pocos metros de la delirante fuente móvil de Tinguely.
4.-El Real Jardín Botánico. No hay wifi y tienes que pagar para entrar, pero eso tiene arreglo. Los cuatro euros que te cuesta la entrada descuéntalos de lo que te pagan por la columna y asume que cualquier proceso de producción tiene un coste. El wifi tendrás que “sindicarlo” al de tu teléfono en el modo compartir. Escribir una mañana fresca de verano delante de la Glorieta de Linneo, frente al Pabellón Villanueva, un antiguo invernadero del XVIII, debería ser de obligado cumplimiento para poetisas y aprendices de periodistas.
Para editar la columna recomiendo una de las mesas de fuera del Café Murillo, de la venezolana Eliza Arcaya, cuya carta rinde homenaje a su “divino” amigo Boris Izaguirre. Si tienes suerte, al acabar, a lo mejor encuentras abierta la tiendita El Jardinero de María Rosales, esposa del paisajista Fernando Caruncho. No tardes porque María me contó esta semana muy ilusionada que deja el local porque abren en París. Sus accesorios de cobre para jardín, diseño de la casa, tienen alma propia.
5.-Mi casa. Poco o nada debo escribir del lugar donde la mayor parte de los casos redacto estas líneas. Pero no sería sincero si le contase al lector que para escribirlas salgo a las calles como vaca sin cencerro. Arropado por un “horror vacui” que compenso con libros, discos y fotografías, escribo en el último momento y entrego por los pelos que aún me quedan. La semana pasada un peluquero fanfarrón, mientras tiraba de tijera, me dio un teléfono para que injertase mis propios cabellos de un lugar a otro de mi mollera por 3.700 euros. En Estambul. “¿Qué pasa que se le está acabando a usted la clientela y necesita comprarse otra casa?”, le espeté en ese tono de confianza que pelón y trasquilador usan. “No, que va, es que cada vez corto más pelos puestos en Turquía y oye… queda bien. Coge, coge el teléfono. Copia…” Me he hecho amigo del peluquero que también es restaurador de motocicletas clásicas. No dudo que Estambul tendrá lugares tranquilos para escribir una columna sobre el trasplante de mata que tanto se ha puesto de moda, pero no seré yo quien la haga en primera persona.