Difícil de creer, pero este es el título del homenaje en forma de exposición que una decena de artistas multidisciplinares le dedican en Nueva York en el Museo Judío. Esta semana, la mañana del jueves, a las 11.00 nada más abrir, que la cultura no madruga, en el Museo la audiencia está compuesta por mujeres septuagenarias y este cronista. La más joven del museo es la guardia de seguridad que me hace vaciarme hasta el último de mis bolsillos apenas a medio metro de la puerta. Las palabras “judío” y “seguridad” van desde hace décadas íntimamente juntas. La tensión se relaja pronto ante la inmensa mirada de Leonard Cohen en formato banderola, con una de esas fotografías en la que lucía traje de portada de revista, virada al amarillo. Las farolas frente al Museo presumen de un Cohen sensual que mira el lado Este de Central Park dispuesto a acompañarte en un pase nocturno con esa voz cavernosa forjada con años de tabaco y whiskey.
La primera pieza, firmada por Taryn Simon, es la portada desplegada del New York Times del 11 de Noviembre de 2016. Cohen murió el día 7, un día antes de que Trump fuese elegido presidente. En la portada el canadiense sonríe y se despide saludando con su sombrero en la parte de abajo del periódico. No es muy común que un diario saque un obituario a portada. La elección de la fotografía demuestra la simpatía que provocaba el personaje en el editor gráfico del diario. Arriba a cinco columnas la llegada de Trump a la Casa Blanca y su primer encuentro, al menos público, con Obama para entregarle “las llaves del palacete”.
La instalación más vista, la que tiene a todas las abuelas (y a un servidor), boquiabiertas, es un tríptico audiovisual firmado por el chino George Fok titulado Passing Through en el que funde conciertos, entrevistas y discursos (como el que leyó en la entrega del Premio Príncipe de Asturias). El resultado, por obvia que sea la técnica del audiovisual, es espectacular. A estas señoras no hay quien las desatornille de la silla. Ninguna se tumba sobre los pufs que el reuma no perdona. Yo me lanzo al disfrute a ras de suelo, vista desde abajo, la figura de Cohen, su traje a medida, sus dientes amarillos de fumador excesivo, emociona y me tengo que sujetar para no volver a comprar ipso facto toda la discografía. ¡Tranquilo Andrés, tranquilo, que ya la tienes!
Desde luego, Cohen, que sale de la muestra elevado a los altares de la sensibilidad, la elegancia y la creatividad, no fue un crack en todo. Como nadie lo es.
Las finanzas le trajeron de cabeza. Es sabido que fue timado y bien timado por su manager y aunque le ganó el juicio, le dejó tiritando. La exposición no entra en eso porque aunque el canadiense lo explicó en algunas entrevistas, ninguno de los artistas ha querido plasmarlo en la instalación. Tan solo John Zeppetelli y Victor Shiffman lo cuentan en un texto publico anteriormente en la revista inglesa Mojo, en la introducción del estupendo catálogo. Cohen se vio obligado a rehipotecar su casa para poder pagar a sus abogados. La catástrofe financiera le agarró en el límite de una depresión a la que había ido a curarse a Bombay, tras su retiro en el monasterio budista de San Gabriel (California) al que se fue a vivir junto a un anciano japonés, las enseñanzas del monje Rinzai Zen.
Cohen recuerda en el catálogo de la exposición una de sus frases favoritas de Rinzai: “Has tenido una vida dura, subiste rápido, sabes también lo que es besar la lona, pero si quieres probar algo realmente duro, prueba el matrimonio. Eso si que es un verdadero monasterio”.
¿Como afectó a Cohen el modo de ver la vida de Zen? Parece que fue uno de los responsables de su regreso. La rutina en el monasterio, a sus sesenta años, fue castrense. “Nos levantamos a las 2.30 o 3.00 de la mañana y nos asignan las tareas del día”. Vestido con una túnica y sandalias, el autor de Dancing to the end of love, limpió váteres, podó el bambú e hizo de chófer y cocinero para Roshi. Suena extraño pero parece una cura de humildad en grado atómico. Cohen había querido ser militar y su madre se lo quitó de la cabeza. Durante la revolución cubana, Cohen viajó a la isla para unirse a los barbudos pero la cosa no fraguó y también se ofreció al ejercito israelí durante la guerra del Yom Kippur, pero también fue rechazado.
El monasterio para Cohen fue un hospital. Había intentado espantar a la depresión con alcohol y pastillas pero no pudo con ella. Ingresó en el monasterio a los sesenta, y firmó su marcha cuando ya peinaba sesenta y cinco. Cinco años de “desnudez” dedicó a encontrarse consigo mismo, quién sabe cuantos hubiera perdido entre vasos de “agua de fuego”. Nueve años pasaron entre la edición de The Future y Ten New Songs en 2001 que se abre con la estremecedora In my secret life.
En octubre de 2004, su hija Lorca (bautizada así en homenaje al poeta al que Cohen le dedicó su discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias) recibió una extraña llamada que aconsejaba que su padre revisase sus cuentas corrientes. Cohen, que estaba en Montreal, no hizo caso al principio pero ante la insistencia de Lorca voló a Los Ángeles para comprobar que durante sus años monacales le habían “desvalijado”, incluyendo su plan de pensiones, así como los derechos de autor de la mayoría de sus canciones. Su ruina financiera lo obligó a volver a trabajar. No estaba en sus planes volver a subirse a un escenario. Nunca fue un gran vendedor de discos. La cura de humildad había funcionado y para cantar delante de miles de personas necesitas que el ego funcione.
Siempre mujeriego, su corazón entonces lo ocupaba una nueva compañera sentimental, Anjani Thomas, que había ejercido de corista ocasional en su banda. ¿Y saben quién le saco del hoyo financiero? El ex marido de su pareja, de Anjani, que redujo sus tarifas legales y le organizó la cartera para devolver a Cohen a la carretera. “Lo que menos me preocupa es mi voz. Nunca he tenido una voz, en el sentido de instrumento musical”.
En los años siguientes, su obra fue abrazada por una generación de artistas de alta reputación, desde Laurie Anderson, a Nick Cave, Lou Reed o Phillip Glass. Todo el mundo parecía querer haber escrito las canciones de Cohen, excepto Cohen.
Cohen no quería girar, la carretera es sinónimo de soledad, pero su asesor fiscal le dijo que no había otra manera de salir de la bancarrota. Bajo la batuta de Roscoe Beck como director musical, un español, Javier Mas, a la bandurria y el laud se unió a la banda. Jennifer Warnes (la voz femeneina de Up where we belong, con Joe Cocker, banda sonora de Oficial y Caballero) fue invitada a sumarse, pero la cantante se dio mus.
Un mes antes de sus 82, Cohen edito You Want It Darker, su tercer album en estudio en cinco años. En una de sus entrevistas lo dejo claro. “Estoy listo para morir”. Lo confirmó en una rueda de prensa en Los Ángeles, “pero quiero vivir hasta los 102”. No mencionó ni un sola palabra sobre el cáncer que ya viajaba con él.
En su último disco, acompañado por el coro de la sinagoga que su bisabuelo fundó, y en cuyo cementerio fue incinerado el 10 de Noviembre 2016, cantaba I’m ready (estoy listo).
¿Su legado? Muchos libros se escribirán aún sobre sus textos (hasta la víspera de su muerte, Cohen anduvo trabajando en sus poemas), su traje, su voz y su misticismo. Sus discos no se venderán más porque ya nadie compra discos, pero les recomiendo la exposición que después de Nueva York viajará a Copenhague y San Francisco. Y también la bolsa de tela amarilla, una baratija, que puede comprarse como souvenir de la expo y que te permitirá sentir que llevas a Leonard Cohen al hombro mientras lo escuchas decirte: “I´m your man/Soy tu hombre”.